Esta guerra inminente se llevará por delante a todos los violinistas. Lo propio hará con actores en paro, pertiguistas con miedo, quiosqueros de izquierdas, taxistas amables, futbolistas melenudos y mujeres argentinas en general. Esta guerra, como todas, la ganarán los feos, para después, como siempre, verse incapaces de gestionar la victoria. Lo difícil no es saber ganar, sino recordar qué era exáctamente lo que nos estábamos jugando.
Son casi las seis y no puedo dormir. No me quejo, pues es un insomnio merecido. Pienso en Laura, quien seguramente se encuentre en la misma tesitura: ha hecho los mismos merecimientos. Intento imaginar qué estará haciendo en este preciso instante, pero tengo la líbido bajo mínimos y no se me ocurre nada verdaderamente interesante. Así que dejo de imaginar y enciendo la tele.
En la versión internacional de un canal autonómico emiten uno de esos reportajes de cámara al hombro en los que un periodista sigue durante unas horas a un puñado de ciudadanos anónimos. En el programa de hoy los protagonistas comparten el hecho de trabajar en la noche de una gran ciudad. Una encargada de la limpieza de un gran centro comercial, el ocioso retén nocturno de un parque de bomberos, la operadora de guardia de un servicio de atención telefónica. La oscuridad parece impregnarlo todo de soledad y silencio. Me resulta curioso que, a pesar de trabajar en entornos desolados, todos se dirijan a la cámara en voz muy baja, y pienso que quizás lo hagan no tanto por respetar el sueño de sus vecinos como por temor a ser descubiertos. Eso es: son los encargados de echar carbón a las calderas del mundo, y su cometido es tan decisivo que exige la máxima discrección. Cuando acaban las navidades, Papa Noel se afeita y vuelve a su trabajo en La Caixa. Pienso que yo jamás podría desempeñar trabajos de tamaña envergadura, pues las dos o tres cosas que de verdad se me han dado bien en la vida comparten una absoluta inutilidad práctica. Yo nunca intenté hacer del mundo un lugar mejor, si acaso más bonito. Los trabajos de esos ciudadanos anónimos no parecen envidiables, pero yo les envidio. Y de la envidia al odio hay sólo un paso. Así que empiezo a imaginar a la limpiadora sufriendo un truculento accidente en una escalera mecánica, y al bombero siendo devorado por un fuego descomunal, y a la telefonista atragantándose en soledad con un caramelo de menta. Pienso en sangre, llamas y muerte. Fatalidad, destrucción e infortunio. Y entonces me quedo dormido.
miércoles, mayo 13, 2009
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