Yo no sé cómo estará su barrio, pero sepan que el mío está plagado de jovencitas fabulosas. Hay de todo, un festín. Magníficos organismos acuáticos de piel transparente, seres de lava y fuego de exoesqueleto multicolor, entes mitológicos casi incomprensibles en los márgenes de lo bueno por conocer... Todas estupendas. Todas venenosas. Las chicas de mi barrio besan a sus novios en los umbrales de los Starbucks, se peinan como diosas, y llevan las sandalias impolutas pues apenas rozan el suelo al caminar. Cuando se cruzan contigo hacen primero como que no te ven, y luego te sonríen, y en el mismo gesto concitan lo dulce y lo diabólico, lo infantil y lo ancestral, lo amable y lo hostil, perversas alquimistas del deseo y la promesa. Me encantan. Menudas brujas. Y de cerca son aún más inverosímiles. Ayer en la madrugada tuve el privilegio de interactuar con una de ellas, una muchacha de aspecto limpísimo, una criatura del siglo XXI que mientras mordisqueaba el limón de su bebida, y tras un preámbulo de apenas un par de frases, me propuso sexo literal y descuidado. Una cosa de veras preciosa, pues al abandonar sus labios la palabra follar no sonaba a "follar" sino a follar. Así que acto seguido la tomé de la mano, la saqué del bar, detuve un taxi, la metí dentro, le di diez pavos al taxista, le dije que la llevase a su casa, y volví dentro. Porque todo el mundo sabe que la regla de oro de los viajes en el tiempo consiste en no tocar nunca nada, so pena de causar un agujero negro que se nos coma a todos por los pies. De nada.
Al hilo de esto, leo ahora las declaraciones de una jamona muy popular estos días, la cual se adscribe a esa linea de pensamiento tan presente entre las jovenzuelas del mundo entero que les hace exclamar que prefieren salir con hombres más mayores, pues los de su edad "no son lo suficientemente maduros". Y acto seguido veo la fotografía de quien es su actual pareja, y resulta que es alguien, efectivamente, años mayor que ella, pero que al mismo tiempo viste como un adolescente, habla como un adolescente y se comporta como un adolescente. Y yo me pregunto: ¿pero de qué estamos hablando? ¿De qué cojones estamos hablando?
Yo es que de verdad que no lo sé.
lunes, mayo 25, 2009
miércoles, mayo 13, 2009
Atrás se queda el invierno, la primavera es mejor
Esta guerra inminente se llevará por delante a todos los violinistas. Lo propio hará con actores en paro, pertiguistas con miedo, quiosqueros de izquierdas, taxistas amables, futbolistas melenudos y mujeres argentinas en general. Esta guerra, como todas, la ganarán los feos, para después, como siempre, verse incapaces de gestionar la victoria. Lo difícil no es saber ganar, sino recordar qué era exáctamente lo que nos estábamos jugando.
Son casi las seis y no puedo dormir. No me quejo, pues es un insomnio merecido. Pienso en Laura, quien seguramente se encuentre en la misma tesitura: ha hecho los mismos merecimientos. Intento imaginar qué estará haciendo en este preciso instante, pero tengo la líbido bajo mínimos y no se me ocurre nada verdaderamente interesante. Así que dejo de imaginar y enciendo la tele.
En la versión internacional de un canal autonómico emiten uno de esos reportajes de cámara al hombro en los que un periodista sigue durante unas horas a un puñado de ciudadanos anónimos. En el programa de hoy los protagonistas comparten el hecho de trabajar en la noche de una gran ciudad. Una encargada de la limpieza de un gran centro comercial, el ocioso retén nocturno de un parque de bomberos, la operadora de guardia de un servicio de atención telefónica. La oscuridad parece impregnarlo todo de soledad y silencio. Me resulta curioso que, a pesar de trabajar en entornos desolados, todos se dirijan a la cámara en voz muy baja, y pienso que quizás lo hagan no tanto por respetar el sueño de sus vecinos como por temor a ser descubiertos. Eso es: son los encargados de echar carbón a las calderas del mundo, y su cometido es tan decisivo que exige la máxima discrección. Cuando acaban las navidades, Papa Noel se afeita y vuelve a su trabajo en La Caixa. Pienso que yo jamás podría desempeñar trabajos de tamaña envergadura, pues las dos o tres cosas que de verdad se me han dado bien en la vida comparten una absoluta inutilidad práctica. Yo nunca intenté hacer del mundo un lugar mejor, si acaso más bonito. Los trabajos de esos ciudadanos anónimos no parecen envidiables, pero yo les envidio. Y de la envidia al odio hay sólo un paso. Así que empiezo a imaginar a la limpiadora sufriendo un truculento accidente en una escalera mecánica, y al bombero siendo devorado por un fuego descomunal, y a la telefonista atragantándose en soledad con un caramelo de menta. Pienso en sangre, llamas y muerte. Fatalidad, destrucción e infortunio. Y entonces me quedo dormido.
Son casi las seis y no puedo dormir. No me quejo, pues es un insomnio merecido. Pienso en Laura, quien seguramente se encuentre en la misma tesitura: ha hecho los mismos merecimientos. Intento imaginar qué estará haciendo en este preciso instante, pero tengo la líbido bajo mínimos y no se me ocurre nada verdaderamente interesante. Así que dejo de imaginar y enciendo la tele.
En la versión internacional de un canal autonómico emiten uno de esos reportajes de cámara al hombro en los que un periodista sigue durante unas horas a un puñado de ciudadanos anónimos. En el programa de hoy los protagonistas comparten el hecho de trabajar en la noche de una gran ciudad. Una encargada de la limpieza de un gran centro comercial, el ocioso retén nocturno de un parque de bomberos, la operadora de guardia de un servicio de atención telefónica. La oscuridad parece impregnarlo todo de soledad y silencio. Me resulta curioso que, a pesar de trabajar en entornos desolados, todos se dirijan a la cámara en voz muy baja, y pienso que quizás lo hagan no tanto por respetar el sueño de sus vecinos como por temor a ser descubiertos. Eso es: son los encargados de echar carbón a las calderas del mundo, y su cometido es tan decisivo que exige la máxima discrección. Cuando acaban las navidades, Papa Noel se afeita y vuelve a su trabajo en La Caixa. Pienso que yo jamás podría desempeñar trabajos de tamaña envergadura, pues las dos o tres cosas que de verdad se me han dado bien en la vida comparten una absoluta inutilidad práctica. Yo nunca intenté hacer del mundo un lugar mejor, si acaso más bonito. Los trabajos de esos ciudadanos anónimos no parecen envidiables, pero yo les envidio. Y de la envidia al odio hay sólo un paso. Así que empiezo a imaginar a la limpiadora sufriendo un truculento accidente en una escalera mecánica, y al bombero siendo devorado por un fuego descomunal, y a la telefonista atragantándose en soledad con un caramelo de menta. Pienso en sangre, llamas y muerte. Fatalidad, destrucción e infortunio. Y entonces me quedo dormido.
miércoles, mayo 06, 2009
La realidad hundida
Cuando llego a casa enciendo el ordenador. No puedo dormir. Normal. En el escritorio me topo con el icono de un juego que Zoe se dejó instalado, y como me sucede siempre que algo huele a ella rememoro por un instante ese pretexto mío. Hago doble click. El juego en cuestión se desarrolla en primera persona, aunque lo único que alcanzo a ver de mí mismo es el extremo del cañón de un arma. El fin no queda muy claro, pero sí el medio para conseguirlo: el arrebato animal, la violencia indiscriminada. La acción se desarrolla en los laberínticos pasillos de una enorme fortaleza de hormigón y la ambientación es extremadamente oscura. Tras unos instantes de calma llego a una gran sala, y entonces, desde todos los flancos, comienzan a surgir tipos con vestimenta militar que, sin mediar provocación, me atacan. Parece evidente que la única forma de escapar a la encerrona consiste en abrir fuego, pero no acaba de convencerme la idea. Me pregunto si quienes me disparan no serán en el fondo otros insomnes circunstanciales que, como yo, quedaron con quien no debían y luego no pueden dormir y encienden el ordenador y ven un icono desconocido y hacen doble click. Sin saber muy bien cómo, milagrosamente, escapo a una muerte segura. Y sigo avanzando. Más calmado, caigo en la cuenta de que quienes me acaban de disparar lo hacían sin albergar el menor temor por su vida, expuestos abiertamente a mi munición, sin parapeto, presa de un odio suicida. Y, confundido, me pregunto si no será mi atuendo aquello que les resulta tan ofensivo, por lo que decido comenzar a vagar por los oscurísimos pasillos, sigiloso, a la búsqueda de un espejo en el que poder contemplarme. Pero por más que busco no encuentro ninguno. Giro a la derecha, giro a la izquierda. Nada. Así que finalmente decido dejar el mando sobre la mesa, levantarme de la silla, y acercarme al espejo más cercano. Escruto mi reflejo. El pelo revuelto, el gesto desvencijado, la madrugada en la mirada. No me extraña que me disparen.
Vuelvo la vista hacia el monitor. La pantalla ha comenzado a enrojecer. Es mi sangre. Al parecer me han alcanzado. La herida pinta mortal, por lo que haciendo uso de mi último aliento, entre estertores, a toda velocidad, alcanzo el botón del reset del ordenador, lo presiono y burlo así mi destino. De nuevo.
Quedo en silencio. A oscuras. Es tarde. Muy tarde. A estas horas el silencio es estruendoso.
Malherido, comprendo que en el conflicto bélico que está a punto de desatarse seré de los primeros en caer. Esta guerra inminente se llevará por delante a todos los violinistas.
Vuelvo la vista hacia el monitor. La pantalla ha comenzado a enrojecer. Es mi sangre. Al parecer me han alcanzado. La herida pinta mortal, por lo que haciendo uso de mi último aliento, entre estertores, a toda velocidad, alcanzo el botón del reset del ordenador, lo presiono y burlo así mi destino. De nuevo.
Quedo en silencio. A oscuras. Es tarde. Muy tarde. A estas horas el silencio es estruendoso.
Malherido, comprendo que en el conflicto bélico que está a punto de desatarse seré de los primeros en caer. Esta guerra inminente se llevará por delante a todos los violinistas.
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