jueves, febrero 05, 2009

I get no kick from champagne

Cuando los hombres se acercan a los cuarenta comienzan a hacer el gilipollas. No es algo que tenga que ver con el deterioro, sino más bien con una sensación de pérdida, de que se te arrebata algo que te parece importante aunque no sepas exáctamente lo que es. Cuando se acercan a los cuarenta a unos les da por pedirle perdón a aquella chavala del instituto, disculpa que te arruinase la vida, es que estaba borracho, a otros les da por aprender a disparar, y a los casados les da por apuntarse a un gimnasio y flirtear con las chicas de personal. En mi caso a lo habitual se añaden algunas particularidades. Por un lado se le ha de sumar el que arrastre una vanidad de proporciones ciclopeas, que les voy a contar que no sepan, y por otro se le ha de restar esta permanente conciencia mía de que aquel día debí ser yo quien cayese, si es que en realidad no caí, para lo importante seguro que sí, y que lo demás es tiempo prestado. Y todo unido hace que la enfermedad se me manifieste en términos extraños. Hace unos días me detuve a pensar en mi futuro, ¿y acaso me planteé el cómo me ganaré la vida el día en que todos descubran al fin que mi talento es una engañifa?, ¿acaso me pregunté si no estaré condenado a envejecer en soledad, atravesado por dolores insoportables en la cama de un hospital de provincias? De eso nada, lo único que me planteé es que si quiero dejarme un buen bigote he de darme prisa, pues cuando mi pelo torne canoso el bigote lucirá aristocrático y sin gracia. Así que al final me he dejado un bigote humilde, no me es posible otro, un bigote que parece pedir perdón por serlo, y he descubierto que si me peino así, y añadido al gesto éste tan estúpido que tengo pintado en la cara, parezco un actor porno de los setenta, que por otra parte es uno de esos aspectos que siempre quise tener. Y cuando voy al bar el bigote me sirve para echarme unas risas con los amigos, y la farmacéutica me dice que me queda muy bien, pero no se dan cuenta, los unos y la otra, de que así no ayudan.
La farmacéutica. Creo que ya les hablé de la farmacéutica, pero si no da igual, total para lo que va a durar. A mí siempre me han gustado las farmacéuticas porque uno si es hábil puede acabar manteniendo con ellas deliciosas conversaciones de prospecto repletas de términos fascinantes. Pero resulta que a ésta no le gusta llevarse el trabajo a casa. Mejor hablemos de otra cosa. Vaya chasco. En fin, al menos es mona, y muy elegante, una elegancia callejera, de esas que con lo mismo pueden ir al cine o a una pelea de gallos, a comer con tus padres o a una bacanal.
En fin. A través del cristal de la cafetería veo ahora a dos chicas que charlan de manera desapasionada, con la frialdad de quien se conoce desde hace ya demasiado tiempo. Una es alta y tiene las piernas torcidas. Viste pantalón de chandal y lleva una bolsa de deporte. La otra es muy pequeña y tiene un culo bonito, pero las piernas demasiado cortas. Son feúchas. Lo que más me llama la atención es que en ningún momento reparan en las personas que pasan a su lado, toda su concentración está en sí mismas y lo demás no existe. Y pienso que ahora mismo me cambiaría por cualquiera de las dos sin dudarlo un sólo instante.
Mejor subo a afeitarme.
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