jueves, febrero 12, 2009

Espejito, espejito

Cuando las mujeres se acercan a los cuarenta comienzan a... No, es broma, qué voy a saber yo lo que hacen las mujeres, ni cuando se acercan a los cuarenta ni cuando se acercan al ultramarinos. Y no es porque uno sea de los que tira de latiguillos perezosos como el de "a las mujeres no hay quien las entienda", que supongo que todo será cosa de prestar un poco de atención. No, para nada, yo si veo exactamente lo mismo en una niñata con tres para septiembre que en una divorciada con dos hijos es tan sólo porque lo que hago no es mirarlas a ellas, sino a mí mismo a su través. Lo que se conoce como un egocéntrico, vamos.
Los egocéntricos no siempre se llevan bien consigo mismos. Hace muchos años, y en otras tierras más inhóspitas, pertenecí durante un breve espacio de tiempo a un cuerpo de voluntarios encargado de prestar atención psicológica a familiares de víctimas de grandes tragedias: catástrofes naturales, accidentes con muchos muertos y cosas así. Esto sí que no se lo esperaban, ¿eh? El cuerpo en cuestión estaba compuesto en su mayoría de asistentes sociales y psicólogos, obviamente, pero para atender casos con determinadas particularidades existía una breve representación de sacerdotes, por un lado, y de individuos como yo, por otro. Enfrentados a una pérdida inesperada, violenta, los hay que necesitan creer que su ser querido, el fallecido, se encuentra en un lugar mejor, en buenas manos, bien acompañado, lo bonito de la fe. Pero otros necesitan justo lo contrario: necesitan creer que el desastre ha sido fortuito, que las cartas no están marcadas, que no existe una razón ni un responsable, que hay cosas que, simplemente, suceden. Y a mí aquello se me daba bien pues, aunque en estas lineas luzca como un gilipollas, en la distancia corta resulto bastante convincente, además de que se me tiene por persona que sabe escuchar, no sé si con razón, supongo que a veces se confunde el saber escuchar con el saber callar. Pero sí, aquello se me daba bien, bastante bien, aunque lo acabé dejando, y no porque me afectase la exposición a tanta pena, sino precisamente por lo contrario, porque apenas lo hacía. Y todos albergamos en nuestro interior zonas oscuras, zonas que es mejor no transitar.
Y sirva todo esto tan sólo para ilustrar la idea de que no existe el amor perfecto, pues ni siquiera lo es el que el egoista se profesa a sí mismo.
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