Me fijo en los adornos magnéticos que hay en la puerta del frigorífico. Una Sofía Loren de curvas exageradas, un guerrero ninja en posición de ataque, un Ringo con un polo de fresa en la mano. Abro la puerta y saco los ingredientes que necesito. Una cebolla, un pimiento verde, dos tomates. Pongo una sartén al fuego y añado un poco de aceite de oliva. Agarro el cuchillo. Pico la cebolla y la incorporo a la sartén. En mi cabeza resuenan una y otra vez sus palabras.
(A tí lo que te pasa es que eres un cobarde. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pico el pimiento. En brunoisse. También pico un diente de ajo. Lo añado todo a la sartén. Doy vueltas al sofrito con una cuchara. Bajo el fuego, está demasiado alto. Entonces me doy cuenta de que olvidé sacar un ingrediente, así que vuelvo hasta el frigorífico, la puerta, la Loren, el ninja, Ringo, y saco un calabacín.
(Te faltan agallas. Eres un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pico el calabacín en trozos pequeños, prefiero que los trozos sean pequeños. Lo añado al sofrito. Habitualmente silbo mientras cocino, lo que sea, una marcha fúnebre, la sintonía de un noticiario, lo que sea, pero hoy no silbo, hoy sólo musito palabras inconexas.
(Un cobarde. Sin agallas. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Pelo los tomates, separo el corazón y las semillas, y después los pico, mucho, hasta casi hacerlos puré. Espero unos instantes a que el calabacín tome color, y cuando lo hace agrego al fin el tomate. Añado un poco de sal, pimienta, una rama de tomillo y una pizca de azúcar. Sus palabras, sus putas palabras, no se me van de la cabeza.
(Un cobarde. Un cobarde. Un cobarde).
Agarro el cuchillo. Agarro con fuerza el cuchillo.
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