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Salgo del centro comercial, camino un par de manzanas y llego al lugar donde he quedado con Martina, quien poco después llega, a la carrera, ataviada con un pantalón de chandal negro ajustado, una sudadera roja con capucha y una bufanda negra. Viene de correr por el parque y trae el gesto a la vez exhausto y satisfecho de quien acaba de completar una tarea agotadora pero, eso estima, necesaria. Estos días a todo el mundo le da por extirparse los excesos navideños a golpe de flagelo, pero no es mi caso pues yo, como cada año, en estas fechas he perdido peso. Me fijo en su flequillo empapado y desordenado sobre la frente, en el pelo recogido en una coleta, y en las gotas de sudor que salpican sus mejillas y que ayudan a abundar en esa sensación de marea alta que suelen convocar sus ojos, tan grandes y tan azules. La contemplo e imagino cantábricos, y olas que se deshacen espumosas contra los acantilados, y hectareas de vegetación salvaje creciendo al borde de playas inaccesibles. Le digo que se acerque y ella lo hace, inocente y expectante. Cuando la tengo lo suficientemente cerca inclino mi cabeza, y la olfateo. Me empuja. ¡Serás cerdo!. Se ríe. ¡Menudo cochino!. Más tarde, al despedirnos, le hago el gesto de iniciar un abrazo, pero esta vez no pica. ¡Y una mierda!. Y suelta otra carcajada. Mientras se aleja le miro el trasero. Ella no se gira, pero me intuye, y desliza sus manos sobre la espalda y me dedica dos puños cerrados, los dedos corazón extendidos.
Llego a casa y permanezco de pie en el centro del salón, concentrado en el cuadro que hay sobre el sofá, esa mirada indescifrable de dos metros de ancho que, a pesar de los años que lleva conmigo, aún no he convertido en cotidiana y por tanto en invisible. Luego pienso en los eneros. Me gustan los eneros.