miércoles, agosto 29, 2007
Vamos a morir
Me pregunto dónde irán los solos cuando se cierre el último cine. Eso, antes de llegar a la primera esquina. Cuando llego a la segunda ya he recolectado, además, dos certezas: que la gran mayoría de chicas que sacan a pasear al perro fuman, y que los hombres de mediana edad que sacan a pasear al perro ataviados con una camiseta del Real Madrid no pueden estar bien de la cabeza. Y sigo caminando a la busqueda de un bar donde tomar un café, cerrados los habituales a consecuencia del periodo estival. A estas alturas no es necesario, supongo, que les explique cuan dramática resulta semejante circunstancia. Pues bien, tales pensamientos, los perros y los cines, no surgen en el ordinario diálogo sereno conmigo mismo, sino mientras, en mi cabeza, sentado a una mesa imaginaria mantengo conversación con Sara Carbonero y Paco Umbral. En cuanto advierto que estoy defendiendo mis puntos de vista frente a una atractiva presentadora de La Sexta y un genio recién fallecido reconozco que eso, brotando así, de forma inconsciente, mientras doy un paseo, no puede ser sano. También lo digo, en voz alta: "esto no puede ser sano", lo que despierta la curiosidad de un niño sentado en una bicicleta de niño, un pie en el suelo. Llego a su altura, me señala el pecho y pregunta ¿qué es eso?. ¿Esto?, respondo mientas subrayo el texto que llevo en mi camiseta, un texto que dice AUTECHRE; esto, chaval, es una enfermedad. Y a continuación siento el casi irrefrenable deseo de darle un buen empujón, quitarle la bicicleta y comenzar a pedalear calle abajo. El viento en la cara, el equilibrio a duras penas, la mística del proscrito. Un inoportuno ataque de cordura me impide sin embargo consumar la fechoría, y acaba siendo el niño quien pedalea. Mientras le veo alejarse diviso a su vez a una madre que agarra a su hija, le sube la falda, le baja las bragas y la sujeta en volandas para que la niña mee junto a un árbol. La calle está abarrotada y algunos miran escandalizados, pero a las protagonistas de la peripecia toda esa gente no les podría importar menos. Me deleito contemplando la escena, la madre sosteniendo a su hija en el aire, el orín empapando la tierra, y llego a la conclusión de que afortunadamente aún quedan algunos exponentes del género humano que saben bien de qué va la vaina. Aún hay esperanza.
lunes, agosto 27, 2007
Joystick
Un poco más despacio, así. Eso es lo primero que dice. Luego sigue. Pon tu mano aquí, no, un poco más arriba, más suave, déjame que yo, ponte así, no, espera, así, un poco más abajo. Me incorporo y me quedo sentado en la cama. Resoplo. Joder, qué infierno, digo. No, lo siento, lo siento, ven, dice ella. Rodea mi cuello con sus manos y me atrae de nuevo hacia sí. Apenas treinta segundos después vuelve a empezar. Déjame a mí, más despacio, un poco más a la izquierda, un momento, más rápido, espera un poco, más a la derecha. Me vuelvo a incorporar. Es insoportable. Me llevo las manos al rostro y comienzo a reírme, con una risa que contiene tanta hilaridad como hastío. Y entonces ella comienza a llorar. Al igual que hay gente que no soporta la visión de un animal agonizante o de un niño enfermo, para mí no hay imagen más devastadora que la de una mujer desnuda llorando. No llores, por favor, le digo. Déjame en paz, responde. Acaricio su hombro. Se aparta. Que me dejes en paz, dice. Ya no sé de qué va esto. No sé si debería disculparme o aguardar una disculpa. Tomo la sábana, retorcida a los pies de la cama, y se la echo por encima. Mejor así. Luego miro a mi alrededor. Contemplo los cuadros que tengo enfrente, Bobby Fischer, Gainsbourg, cuadros que he contemplado un millón de veces, que sabría reproducir al detalle, pero que hoy me parecen, no sé, diferentes. Me parece que están torcidos, eso es. También noto la luz escasa y la habitación demasiado pequeña. Ella vuelve a hablar. Soy gilipollas, siempre lo estropeo todo, dice. Y luego calla. Un silencio deliberado. Advierto que me encuentro ante una de esas personas que para disfrutar algo necesitan barnizarlo de trascendencia, forzando desbarajustes y tabicando laberintos de una dificultad moderada. Y con ese silencio me propone una salida para éste. Me invita a que le diga algo que le sirva de consuelo, quizás una broma que incluso nos haga retomar lo que hemos interrumpido, un aquí no ha pasado nada. Pero lo que de verdad me apetecería decirle es que se fuese.
viernes, agosto 24, 2007
No sabemos a lo que jugamos
He pasado la mañana con un adulador, lo que a no ser que esté de resaca -en cuyo caso me da igual- me parece una de las peores maneras de gastar una mañana. No se me ocurre mayor indicativo de que alguien te desprecia que su abuso del halago excesivo, pero aquel parecía ser el peaje necesario para al fin cobrar una vieja deuda, y la pasta es la pasta. Ha sido tal el festival de lisonjas y cumplidos que a punto he estado de experimentar un proceso de combustión instantanea, aunque al final ha quedado todo en un par de arcadas. Otro yo quizás le hubiera dejado con la palabra en la boca, pero este yo se ha quedado esperando el cheque, pues ya ha aprendido a lidiar con las menudencias, las propias y las de los demás. ¿Sabían ustedes que las chicas más guapas también son las que más roncan? Pues eso es lo que digo. Luego he estado viendo pisos de alquiler con Laura, quien también ronca como un demonio, que quiere mudarse, y mientras ella saltaba de ventana en ventana, de estancia en estancia, hipnotizado el casero ante el banquete, prisionero de las profundidades abisales de su escote, yo regateaba el precio. La estrategia ha funcionado a la perfección, quizás deberíamos dedicarnos a esto de manera profesional, si no es eso de alguna forma lo que ya hacemos. Luego hemos ido a celebrarlo a un vegetariano espantoso donde me ha dado por decir que mi sueño sería vivir como un ermitaño durante, digamos, seis meses o un año. Sin tener el menor contacto con otros humanos, con la única compañía de un puñado de criaturas silvestres: pajaritos de colores, simpáticas ardillas, inocentes cervatillos. Huelga decir que eso ni es mi sueño ni me apetece lo más mínimo, pero he defendido mi postura con tanta soltura que incluso he estado en un tris de llegar a convencerme. ¿Sabían que a veces encuentro más fácil el defender las causas ajenas que las propias? Pues eso es lo que digo.
martes, agosto 21, 2007
Vacaciones en el bar
¿Recuerdas aquellos veranos en los que nos subíamos a un tren e iniciábamos un viaje sin escalas planeadas ni destino fijo? "Y mañana, ¡en Amsterdam!". El futuro era un folio en blanco sobre el que tan sólo estábamos dispuestos a garabatear precipicios. Ahora en cambio reservamos un hotel de cuatro estrellas, quince días, alojamiento y desayuno, y desde el día en que llegamos lamentamos ese otro en el que tendremos que volver. Como si importase.
¿Recuerdas aquellos sábados en los que antes de salir hacia una terraza veraniega nos apostábamos frente al espejo, una hora, dos horas? "Yo me pongo los zapatos blancos de tacón, tú ponte el cinturón rojo". Teníamos un ineludible compromiso de elegancia para con nosotros mismos. Aquello era importante. Hoy en cambio podríamos intercambiar nuestras sandalias, que nadie se daría cuenta.
¿Recuerdas aquel bar, con sus ventiladores en el techo, en el que dejábamos pasar las horas hablando de poetas mexicanos, del gato de Schrödinger, del movimiento metabolista? "Y Deleuze, qué, ¿eh? Bueno, ¿eh?". Teníamos hambre, cabalgábamos a lomos de un ansia. Hoy seguimos en el mismo bar, sí, pero ahora nos dedicamos a vaciar barriles de cerveza mal tirada mientras hablamos de Fernando Alonso y los tipos de interés.
¿Y recuerdas aquellas tardes de piscinas municipales y cuarenta grados a la sombra? "Aplícame un poco de crema en la espalda, cielo". Nos tumbábamos en nuestras toallas y dejábamos pasar el tiempo, jugando a las cartas, echando una cabezada, ojeando revistas francesas, flirteando. Hoy en cambio vamos de un lado a otro sin fijarnos en los ojos de aquellos con quienes nos cruzamos, ciegos, resabiados. Nos han convencido de que pasó nuestro tiempo, de que ahora sólo nos queda conservar lo entonces logrado.
Y ahora llega ese momento en el que dejo caer una frase que de forma mágica sirva para cuadrar este alegato. Un detalle irónico, un truco retórico, un giro sentimental. La frase. Ya sabes. "La frase".
No has entendido nada.
¿Recuerdas aquellos sábados en los que antes de salir hacia una terraza veraniega nos apostábamos frente al espejo, una hora, dos horas? "Yo me pongo los zapatos blancos de tacón, tú ponte el cinturón rojo". Teníamos un ineludible compromiso de elegancia para con nosotros mismos. Aquello era importante. Hoy en cambio podríamos intercambiar nuestras sandalias, que nadie se daría cuenta.
¿Recuerdas aquel bar, con sus ventiladores en el techo, en el que dejábamos pasar las horas hablando de poetas mexicanos, del gato de Schrödinger, del movimiento metabolista? "Y Deleuze, qué, ¿eh? Bueno, ¿eh?". Teníamos hambre, cabalgábamos a lomos de un ansia. Hoy seguimos en el mismo bar, sí, pero ahora nos dedicamos a vaciar barriles de cerveza mal tirada mientras hablamos de Fernando Alonso y los tipos de interés.
¿Y recuerdas aquellas tardes de piscinas municipales y cuarenta grados a la sombra? "Aplícame un poco de crema en la espalda, cielo". Nos tumbábamos en nuestras toallas y dejábamos pasar el tiempo, jugando a las cartas, echando una cabezada, ojeando revistas francesas, flirteando. Hoy en cambio vamos de un lado a otro sin fijarnos en los ojos de aquellos con quienes nos cruzamos, ciegos, resabiados. Nos han convencido de que pasó nuestro tiempo, de que ahora sólo nos queda conservar lo entonces logrado.
Y ahora llega ese momento en el que dejo caer una frase que de forma mágica sirva para cuadrar este alegato. Un detalle irónico, un truco retórico, un giro sentimental. La frase. Ya sabes. "La frase".
No has entendido nada.
viernes, agosto 17, 2007
Ansiolíticos y sobrasada
He dormido fatal. He soñado que trabajaba en una gestoría y el jefe me echaba, he soñado que era el principal sospechoso del asesinato de cinco campistas adolescentes y he soñado que era 10 de Diciembre. Me he despertado con una resaca terrible. Necesitaba desayunar algo. Como un zombi me he levantado de la cama, como un zombi me he duchado, como un zombi he salido de casa y por ir como un zombi ha sido que hasta la segunda esquina no me he dado cuenta de que era de noche. Aún quedaban un par de bares abiertos, pero hubiera estado fuera de lugar el entrar a pedir un café y un bollo, así que he vuelto a casa. He abierto el frigorífico y me he preparado un sandwich con lo primero que he encontrado. Una lata de atún, pimiento rojo, sobrasada, ketchup. Me he sentado en el sofá y he pensado en leer algo. He abierto un Pynchon, pero finalmente me he dedicado a releer el prospecto del Lexatin que hacía las veces de separador. Me ha vuelto a cautivar su gélida literatura, la implacable enumeración de posologías y contraindicaciones, la absoluta ausencia de retórica. Después he reparado en la presencia a mi lado de Laura, quien se dedicaba a despellejarse un moreno agotado, tiras de piel casi transparente que iba depositando en una servilleta sin mostrar el menor atisbo de drama. Inseguridades no tiene, ni falta que le hacen. Luego JM ha entrado en el salón, venía de la terraza. Ha echado un vistazo a Laura, ataviada exclusivamente con la parte inferior del biquini, y le ha dicho "pero, chica, tápate un poco". Ella le ha dedicado un "que te follen" y ha seguido a lo suyo. He dirigido mi vista hacia la terraza, a la espalda de JM, y he advertido la presencia de dos mujeres tumbadas en el suelo, dormidas. Tan sólo he reconocido a una. Y ha sido ahí cuando me he dado cuenta de que no sentía nada. Ni frio, ni cansancio, ni hambre, ni preocupación, ni miedo, ni tristeza. No sentía nada, absolutamente nada. Laura ha descubierto la perplejidad que se apoderaba de mi rostro.
- Cielo, ¿estás bien?
- No lo sé. Creo que me estoy transformando en piedra.
- Cielo, ¿estás bien?
- No lo sé. Creo que me estoy transformando en piedra.
martes, agosto 14, 2007
Cosas tras el sol
Un lector supongo que demasiado tímido como para animarse a utilizar los comentarios me envía un correo en el que se esfuerza en halagarme dedicando a estas cositas mías expresiones como "literatura del desamor" y "luminosos fragmentos de humanidad". Yo, verá, en serio le digo que agradezco su amabilidad, pero creo que me sobreestima. Esto al fin y al cabo es tan sólo una colección de pies de foto, un muestrario de viñetas sin hilo ni poso, un pasatiempo con el que matar las horas muertas que se acumulan entre borracheras. La última ha durado casi tres días. La última borrachera, digo. Y así me encuentro ahora, derrotado y desprosado. Yo hoy escribiría poesía, pero como no sé me limito a pasarle el polvo a los Gamonedas y los Baudelaires. Nada que ver. Por cierto, conviene aclarar que cuando hablo de borracheras no me refiero a un pobre diablo que ahoga sus penas en un whisky doble ni a un desgraciado que comparte sus recuerdos con un barman de chaleco y pajarita. No, hablo de un torbellino de simpatía, hablo de un vendaval de diversión. Señores, cuando en medio del delirio encuentro mi mejor toque hago gala de una de las más arrebatadoras personalidades de la Iberia mesetaria. Ya está, alguien tenía que decirlo. Y ya que estamos añadiré que conmigo cerca se liga. Ya lo creo que se liga. Eso sí, siempre con impedidas mentales. Ya me lo comentaba Eva hace unos días mientras dábamos cuenta de un curry de cordero.
- Cariño, es asombrosa la cantidad de idiotas que me has presentado a lo largo de tu vida.
También dice que si no hubiese conocido a todas esas taradas su visión del género femenino en su conjunto sería, hoy, mucho más positiva. Yo cuando dice cosas así me revuelvo y discrepo, a ver qué remedio. Pero la verdad es que tiene más razón que un santo. Porque a mí las mujeres me gustan coquetas hasta la parálisis, superficiales hasta la perfidia, vanidosas como casiopeas. Primo en ellas el menor detalle estético en detrimento de cualquier excelencia intelectual. Y así me luce, claro.
- Cariño, es asombrosa la cantidad de idiotas que me has presentado a lo largo de tu vida.
También dice que si no hubiese conocido a todas esas taradas su visión del género femenino en su conjunto sería, hoy, mucho más positiva. Yo cuando dice cosas así me revuelvo y discrepo, a ver qué remedio. Pero la verdad es que tiene más razón que un santo. Porque a mí las mujeres me gustan coquetas hasta la parálisis, superficiales hasta la perfidia, vanidosas como casiopeas. Primo en ellas el menor detalle estético en detrimento de cualquier excelencia intelectual. Y así me luce, claro.
viernes, agosto 10, 2007
La boca del lobo
Le pregunto cuál es su color favorito y me dice que es el blanco. Alego que no puede ser, que el blanco es un no-color. Pero en realidad me parece una preciosidad de respuesta, y por eso me cabreo, porque no busco excusas para el embeleso sino para el desengaño. Después le pregunto cuál es su libro favorito y me dice que ninguno le ha dejado tanta huella como aquel de Los Cinco que leyó cuando tenía doce años, un verano. Otra respuesta perfecta. Y le pregunto su canción favorita, y me ve venir, y mira los discos que tengo en las paredes, encima de la mesa, tirados por el suelo, y responde que su canción favorita es la próxima que yo le ponga. Y nos acostamos, y follamos, y leemos tumbados en la cama, y nos levantamos, y bajamos a comprar helado, y subimos, y follamos, y nos vestimos, y vamos al bar, y nos encontramos con mis amigos, y a todo el mundo le cae muy bien. Y me cabreo, porque no busco excusas para el embeleso sino para el desengaño. Y comienzo a recordar cosas inconvenientes, y dudo más de lo aconsejable, y me mareo, y me trabo, y pierdo pie. Y asustado agarro su mano y le miro a los ojos y le sonrío. Y ella me devuelve la sonrisa. Y comienzo a pensar en ella, y luego en mí, y luego en ella conmigo. Y entonces ya sí: entonces me da pena, entonces siento lástima por ella. Me sobreviene un poderoso ataque de misericordia. Y ahí encuentro lo que buscaba, pues la misericordia es incompatible con el respeto. Y al fin respiro. Y todo vuelve a su sitio.
martes, agosto 07, 2007
La saña
El viernes me invitaron a una fiesta en un barco. Me pillaba un poco lejos, y aquel no era el mejor día para viajar. Pero era una fiesta en un barco. La lista de invitados, por otra parte, tampoco es que disparase el entusiasmo, más bien todo lo contrario. Pero era una fiesta en un barco. Así que fui. A la fiesta del barco. Un barco enorme, por cierto. Cuando llegué, un tipo muy grande se acercó y dijo "¡por aquí, caballero!", y una vez dentro otro tipo no tan grande dijo "¡abajo teneis sandwiches!" y también "¡el hielo está aquí!". Me integré en un par de conversaciones y no tardé en toparme con alguien a quien detestar. Ese alguien era una muchacha que arrastraba reminiscencias de un acento argentino, de segundo o tercer grado, que parecía tener una opinión para todo y que tenía la manía de utilizar la expresión "si hay algo que odio en este mundo, eso es...". Todas sus opiniones parecían estar compuestas de lugares comunes, corrección política y pereza mental, así que me animé a llevarle la contraria, intentando desentrañar si todo en ella era como parecía simple segunda mano o si en cambio atesoraba alguna idea genuína. Mi oportunidad llegó cuando ella dijo: "si hay algo que odio en este mundo, eso es la ausencia de humildad". Yo dije que en mi opinión la humildad es el refugio de los mediocres, y que entrar a analizar la humildad del otro no es más que una exhibición de envidia. Luego ella dijo: "si hay algo que odio en este mundo, eso es la falta de modestia". Y yo repliqué que en mi opinión la modestia es el apeadero de los cobardes, y que entrar a analizarse la propia modestia no es más que una exhibición de vanidad. La mirada que me dedicó en ese momento no hubiera podido contener mayor odio.
Unas horas después le juré amor eterno, como hago siempre. Se llama Daniela. Le encanta que le hagan cosquillas. Cocina la mejor lasaña de verduras que haya probado en mi vida.
Unas horas después le juré amor eterno, como hago siempre. Se llama Daniela. Le encanta que le hagan cosquillas. Cocina la mejor lasaña de verduras que haya probado en mi vida.
miércoles, agosto 01, 2007
Yo nunca te prometí nada
Está tan nerviosa que parece que va a explotar.
Está enfadadísima.
Por milímetros consigo esquivar el "2666" que me lanza con la peor de sus intenciones. Luego coge un vinilo de Ornette Coleman y lo parte en dos con su rodilla. Toma el Brian Wilson de escayola y lo arroja por la ventana. Hace un amago de irse, pero vuelve sobre sus pasos, agarra el retrato de Fridjof Nansen y lo destroza contra el marco de la puerta. Y comienza a gritar.
"¡Eres un hijo de la grandísima puta!".
Tan sólo alcanzo a arquear una ceja.
"¡Eres un desgraciado!".
Tan sólo alcanzo a levantar un dedo en señal de desacuerdo.
"¡Eres un fracaso!".
Alto ahí. Eso no. ¿Un fracaso yo? Me veo obligado a defenderme. Hablo. Pero descubro que cada frase que sale de mi boca suena como el puñetazo al aire de un boxeador sonado. Que cada argumento nace muerto.
Igual tiene razón. Igual es verdad que soy un fracaso.
Quise ser una estrella del rock, pero me equivoqué de instrumento y acabé tocando uno que sólo le interesa a pelirrojas y maricones. Quise ser un deportista de élite, pero me equivoqué de disciplina y acabé practicando una que sólo le interesa a rusos y oligofrénicos. Quise escribir como Elfriede Jelinek, pero acabé rellenando un blog que más bien parece el diario íntimo de Paris Hilton. Quise conducirme en la vida con la elegancia de un Brian Ferry, pero mis cajones acabaron repletos de camisetas con leyendas como QUE ALGUIEN CIERRE YA EL ARMARIO, como CEDA EL VASO, como THE LAST OF THE FAMOUS INTERNATIONAL PLAYBOYS.
Pues sí.
Soy un inagotable surtidor de frustraciones.
Una mascletá de rotundos errores.
Un Corte Inglés de fenomenales decepciones.
Un fracaso. Un enorme fracaso. Un descomunal fracaso.
Bueno. Menos mal que estoy como un tren y aún puedo echar un polvo de vez en cuando.
Está enfadadísima.
Por milímetros consigo esquivar el "2666" que me lanza con la peor de sus intenciones. Luego coge un vinilo de Ornette Coleman y lo parte en dos con su rodilla. Toma el Brian Wilson de escayola y lo arroja por la ventana. Hace un amago de irse, pero vuelve sobre sus pasos, agarra el retrato de Fridjof Nansen y lo destroza contra el marco de la puerta. Y comienza a gritar.
"¡Eres un hijo de la grandísima puta!".
Tan sólo alcanzo a arquear una ceja.
"¡Eres un desgraciado!".
Tan sólo alcanzo a levantar un dedo en señal de desacuerdo.
"¡Eres un fracaso!".
Alto ahí. Eso no. ¿Un fracaso yo? Me veo obligado a defenderme. Hablo. Pero descubro que cada frase que sale de mi boca suena como el puñetazo al aire de un boxeador sonado. Que cada argumento nace muerto.
Igual tiene razón. Igual es verdad que soy un fracaso.
Quise ser una estrella del rock, pero me equivoqué de instrumento y acabé tocando uno que sólo le interesa a pelirrojas y maricones. Quise ser un deportista de élite, pero me equivoqué de disciplina y acabé practicando una que sólo le interesa a rusos y oligofrénicos. Quise escribir como Elfriede Jelinek, pero acabé rellenando un blog que más bien parece el diario íntimo de Paris Hilton. Quise conducirme en la vida con la elegancia de un Brian Ferry, pero mis cajones acabaron repletos de camisetas con leyendas como QUE ALGUIEN CIERRE YA EL ARMARIO, como CEDA EL VASO, como THE LAST OF THE FAMOUS INTERNATIONAL PLAYBOYS.
Pues sí.
Soy un inagotable surtidor de frustraciones.
Una mascletá de rotundos errores.
Un Corte Inglés de fenomenales decepciones.
Un fracaso. Un enorme fracaso. Un descomunal fracaso.
Bueno. Menos mal que estoy como un tren y aún puedo echar un polvo de vez en cuando.
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