
¿Recuerdas aquellos sábados en los que antes de salir hacia una terraza veraniega nos apostábamos frente al espejo, una hora, dos horas? "Yo me pongo los zapatos blancos de tacón, tú ponte el cinturón rojo". Teníamos un ineludible compromiso de elegancia para con nosotros mismos. Aquello era importante. Hoy en cambio podríamos intercambiar nuestras sandalias, que nadie se daría cuenta.
¿Recuerdas aquel bar, con sus ventiladores en el techo, en el que dejábamos pasar las horas hablando de poetas mexicanos, del gato de Schrödinger, del movimiento metabolista? "Y Deleuze, qué, ¿eh? Bueno, ¿eh?". Teníamos hambre, cabalgábamos a lomos de un ansia. Hoy seguimos en el mismo bar, sí, pero ahora nos dedicamos a vaciar barriles de cerveza mal tirada mientras hablamos de Fernando Alonso y los tipos de interés.
¿Y recuerdas aquellas tardes de piscinas municipales y cuarenta grados a la sombra? "Aplícame un poco de crema en la espalda, cielo". Nos tumbábamos en nuestras toallas y dejábamos pasar el tiempo, jugando a las cartas, echando una cabezada, ojeando revistas francesas, flirteando. Hoy en cambio vamos de un lado a otro sin fijarnos en los ojos de aquellos con quienes nos cruzamos, ciegos, resabiados. Nos han convencido de que pasó nuestro tiempo, de que ahora sólo nos queda conservar lo entonces logrado.
Y ahora llega ese momento en el que dejo caer una frase que de forma mágica sirva para cuadrar este alegato. Un detalle irónico, un truco retórico, un giro sentimental. La frase. Ya sabes. "La frase".
No has entendido nada.