Ultimamente mi existencia es un jaleo. La musa no se nos aparece hasta las tantas, la muy zorra, y lidiamos con ella hasta el amanecer, y luego dormimos hasta que cae la tarde, y vuelta a empezar. En esas circunstancias no es fácil distinguirle las lindes a los días, pero juraría que esto sucedió hace unos quince días, era viernes.
Mi hermana tenía que hacer unas gestiones con las dos niñas, cosas de madres, así que me ofrecí a ocuparme del pequeño durante unas horas. Mi sobrino es para verle: un niño simpático, rubísimo, un caramelo de niño. Así que el plan consistía en llevarle a un parque y comprobar si es cierto eso que dice mi cuñado de que con un niño así se liga mucho. Y con esa idea me dirigí a un parque cercano dominado por una gran estructura semejante a un castillo atravesado por varios toboganes, uno de esos sitios en los que los niños pueden correr, saltar, caerse y llorar. Sin embargo, en cuanto llegué entendí que mi plan estaba condenado al fracaso. Allí la proporción sería de una madre por cada veinte abuelas, así que era evidente que no tenía nada que hacer frente el señor de la chaqueta roja, el abuelo de las gemelas. Asumiendo mi derrota me senté en un banco, y mientras veía corretear a los niños experimenté en primer lugar un intenso placer, a continuación un poderoso sentimiento de pertenencia a la especie, y finalmente una intensísima sensación de fracaso personal. Lo normal. Lo que ya no fue tan normal fue lo que acaeció a continuación. Una niña, a quien un hombre sujetaba de un brazo, daba alaridos aterradores. ¡Socorro, me secuestran! ¡Socorro, socorro, este señor me secuestra! Me quedé paralizado, sobrecogido. Todo lo contrario que un hombre mayor que haciendo gala de una inesperada agilidad y un considerable conocimiento de artes marciales se abalanzó sobre el secuestrador, y en un abrir y cerrar de ojos le arrancó la cría, lo redujo con dos movimientos de gran precisión, y lo inmovilizó, un brazo a la espalda y la cara contra el suelo. Aquello era un jaleo. El secuestrador gritaba desde el suelo, pero no se le entendía nada, tal era el barullo. Varían mujeres proferían insultos, otra marcaba el teléfono de la policía. Entonces me dí cuenta de que todos menos yo habían corrido a hacerse cargo de sus niños, por lo que mi sobrino se había quedado sólo, sorprendido, sentado en la base de un tobogán. Avergonzado, me acerqué a él, disimulando. No, que ya, que lo veo desde aquí, que no le he perdido de vista ni un instante, ¿no veis?, ya está. Afortunadamente, nadie juzgaba mi instinto. Había cosas más importantes en las que reparar.
Y en ese momento una voz se alzó sobre la del resto. Una mujer hacía aspavientos. ¡Pero qué haceis, soltadle! ¡Le conozco, es Ernesto, EL PADRE! El padre. De la niña. La mierda la niña. Todas las miradas se dirigieron de inmediato hacia ella, y al sentir el reproche se tiró al suelo y comenzó a patalear. Culpable. La niña de los huevos. El experto en artes marciales soltó a su presa. Intentó disculparse. Es que pensé que... El padre no le hizo ni caso, tan sólo se levantó y ante la mirada de todos se sacudió el polvo de la camisa, se acercó a la niña, la cogió de la mano, esta vez no se resistió, y abandonó el parque. La gente comenzó a reunirse en corrillos, todos comentaban la jugada. Y poco a poco retornó la normalidad. Los niños volvieron a los columpios. Los adultos se dispersaron. Y luego todos callaron. Unos se mesaban los cabellos, otros resoplaban. Todos dedicaban a los niños miradas llenas de temor e incomprensión. Entonces mi sobrino se me acercó corriendo. Mira, tito, como Fernando Torres. Y echó a correr con los brazos en cruz, rodeando los columpios, gritando gol. El viento agitaba su pelo rubio. El sol exageraba los colores de su camiseta. Gol. Gol. Todos le miraban. Nadie sonreía.
viernes, septiembre 25, 2009
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