Camino junto a Sebas en dirección a un bar mientras ponemos a parir a un tercero no presente, el viejo truco de reforzar una amistad a través de la identificación de odios compartidos, cuando al otro lado de la calle, una calle habitual, divisamos a una vieja amiga. Sebas alza la mano y grita ¡hola!, y ella alza las dos manos y grita ¡hola-hola!, y yo levanto las dos manos y doy un salto y grito ¡hola-hola-hola! Y después corro hacia ella con los brazos en alto, haciendo el ganso, esperando que al llegar a su altura ambos saltemos y choquemos nuestros torsos como los jugadores de la NBA, de acuerdo, idea estúpida donde las haya, por Dios, es una señorita, pero da igual porque antes de llegar mido mal y tropiezo con un bordillo y voy a dar con mis huesos en el suelo en una de esas caídas que te muestran a las claras que ya no tienes veinte años. Aunque lo realmente excepcional del percance reside en que en los instantes que van del trastabille al porrazo experimento algo muy similar a lo que experimentas al morirte, que por si no lo saben nada tiene que ver con túneles iluminados o antepasados en actitud cariñosa, sino más bien con agitar una botella de champán y descorcharla haciendo brotar un descontrol de pensamientos inconexos de lo más variado. Y así, vete a saber por qué, mientras vuelco caigo en lo curioso que resulta el que últimamente en la ducha no cante por Joey Ramone, como hacen las personas de bien, sino por Lauryn Hill. Y después pienso en otras muchas cosas que en este momento prefiero no compartir, y finalmente acabo recordando una conversación mantenida hace unos días, seríamos cinco o seis en una terraza dando cuenta de unos frappucinos, o como coño llamen a la mierda esa que me dieron, en la cual corroboramos que todo el mundo, en un momento u otro de su vida, ha fantaseado con la idea de gozar de algún tipo de poder sobrehumano. Así, dos de los presentes reconocían haberlo hecho con el de la invisibilidad y otro con el de la visión de rayos X, los muy cerdos, mientras que dos señoritas se inclinaban por el de viajar a voluntad, la una en el espacio y la otra en el tiempo. Y cuando llegó mi turno confesé que yo nunca he fantaseado con tener un sólo poder, sino todos a la vez, todos los imaginables. Y a continuación nadie supo muy bien qué decir y acabamos cambiando de tema.
Cuando finalmente reboto contra el suelo la botella de champán se rompe y me devuelve a la realidad, y magullado me reincorporo y veo que a un lado y otro de la calle hay gente (cuatro niñas aquí, una familia de tres allí) que me mira y se debate entre la preocupación y el regocijo, así que remato mi performance con una reverencia, esto ha sido todo, gracias por venir, me alegro de que les haya gustado, váyanse ustedes a la mierda. Más tarde, ya en el bar, le pregunto al barman qué poder sobrehumano elegiría si un genio se le apareciese y le concediese tal deseo, y me contesta que el de tener cuatro brazos en lugar de dos, bien, funcional, y después, lejos de captar la indirecta, sigo preguntándole estupideces mientras a duras penas disimulo el placer abiertamente sexual que experimento al limpiarme con alcohol y algodón el vergonzante raspón de crío.
miércoles, julio 22, 2009
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