lunes, junio 22, 2009

Haciendo la goma

El sueño es estúpido donde los haya. Estoy con Cate Blanchett, lo cual debiera significar algo excitante, pero no lo es, en absoluto, porque resulta que estamos jugando al golf y la señorita desconoce hasta la más elemental norma de cortesía. Y cuando voy a hacer mi golpe tose y me molesta, y cuando fallo salta, ríe y me hace mofa. Que se entere todo el mundo: Cate Blanchett es una maleducada.
Me despiertan unas risas que se confunden con las del sueño y por eso lo primero que hago es dedicarle a mi interlocutora un extemporaneo "vete a la mierda ya", ante lo cual ella eleva el tono de su carcajada y luego dice: "idiota, ¿pero tú te has visto?". Me miro. Efectivamente, estaba durmiendo en una postura bastante ridícula, boca arriba, con las piernas rectas y los brazos cruzados sobre el pecho, como un muerto en un velatorio. Desempaño mis ojos y me fijo en quien está a mi lado en la cama, incorporada, con la sábana bajo los hombros. Es Diana. Como siempre, en primer lugar reparo en lo accesorio: veo que tiene el pelo mucho más largo que antes, lo cual le confiere un aspecto más sereno y, aunque resulte ridículo decirlo ahora que estamos aquí y así, más inaccesible. Luego ya reparo en lo importante: ¿qué demonios hace aquí?. Me cuesta unos instantes atar todos los cabos. Ayer fui a un bar al que hace tiempo que no iba, y allí unas manos diminutas me taparon la visión. ¿Quién soy? Dije cuatro nombres. Nada. Que soy Diana, idiota. Me dio la enhorabuena, y en sus ojos distinguí una felicidad sincera. Luego me habló de su madre y de su carrera y de sus viajes y empezó infinidad de frases con un te acuerdas. Cuando quise darme cuenta mis amigos ya no estaban, así que juntos fuimos a otro sitio, y luego a otro, y yo pedía cerveza y ella coca-cola light, y ahora estamos aquí, ella con el pelo sobre sus hombros y yo tumbado como un muerto. La miro y me sonríe. Y luego deja de hacerlo, y cambia el gesto, y entonces sé que no me va a gustar lo que está a punto de decirme. Y desearía cerrar los ojos y volver al campo de golf con la Blanchett; prefiero que se rían de mí a que me pidan explicaciones. Pero ya no hay marcha atrás. Habla. Dice que cuando nos separamos lo pasó mal. Muy mal. Que conectábamos bien, que había química, que aquello podía haber funcionado, que estaba contenta. Y que sabe que yo también lo estaba, hasta que un buen día me empeñé en estropearlo todo. No entiendo por qué lo hiciste. No lo entiende.
Y entonces comienzó a hacer lo único que se me ocurre: impedir que de mi boca salga una sóla verdad. Mentir como un bellaco. Por supervivencia. Porque hay momentos en la vida en los que brillas tanto que puedes permitirte cualquier error, pero en cambio hay otros en los que no puedes hacer otra cosa que agarrarte a tu propia existencia sin saber muy bien por qué lo haces, un poco a la manera de esos ciclistas que siempre parecen a punto de quedarse pero nunca acaban de hacerlo, conscientes de que un metro puede significarlo todo, ajenos a la excelencia y sin más recurso que la épica, amarrados a la rueda más cercana como si les fuese la vida en ello, con la esperanza de llegar a meta y mañana, quién sabe, quizás será otro día.
blog comments powered by Disqus