martes, abril 21, 2009

Los mejores años de nuestra vida

La sesión se desarrolla con mayor celeridad de la esperada dado el numeroso público presente, mucho más del que me gustaría, público compuesto en su mayor parte de jovencitas encantadas de la vida y gays protocolarios, de los que hacen de la frivolidad pretexto y de la simpatía disfraz. Todos, los unos y las otras, se muestran en extremo atentos conmigo. Ellas se preocupan de que me sienta cómodo (¿quieres que cierre esa puerta? ¿te traigo algo de beber?) y ellos reciben cada una de mis palabras como si les estuviese siendo revelado el secreto de la inmortalidad. Todos se muestran extrovertidos y celebran cada minuto como si fuese el mejor de su vida. Eso sí, también demuestran ser excelentes profesionales y al cabo de unas cuatro horas ya hemos terminado. Mientras recojo mis cosas uno de los gays se acerca y me dice que más tarde pincha en un garito del centro, que si no tengo nada que hacer les gustaría verme por allí, que van a ir todos. Me da una tarjeta con el nombre del bar, y se lo agradezco y me la guardo aunque no tengo la menor intención de acudir. Después, ya casi en la puerta, una de las chicas se acerca y me pregunta si tengo un minuto, y le digo que adelante, y entonces me propone comenzar a trabajar conmigo de manera gratuíta. Yo aprendería un montón y tú te ahorrarías un dinero. Al principio titubeo, porque es de esas mujeres que a mí me hacen dudar, pero cuando me recupero del embeleso me limito a decirle, como en un policiaco malo, lo de "nena, yo trabajo sólo", a lo que ella responde con un "tú te lo pierdes", vocalizado de tal manera que consigue que no suene a reproche.
Llego a casa, algo que llevo deseando desde que me levanté con esta resaca mortal, y procedo a poner en marcha el plan previsto: me haré un sandwich con lo primero que encuentre, luego una ducha y después me dejaré caer en el sofá dispuesto a vegetar frente al televisor durante horas. Pero en el paso 2 deja de parecerme tan buen plan. Descubro que la verborrea, las sonrisas y el buen rollo me han hecho mella, y que ahora necesito desesperadamente una copa. Y comienza a no parecerme tan mala idea lo de ir a ese bar. Así que hago un par de llamadas buscando compañía, pero en ambas recibo la misma respuesta. Acuéstate ya, animal. Nada. Da igual. Me cambio y salgo de casa.
Cuando llego al bar me llueven saludos. ¡Pensábamos que no vendrías! El dj le dice a la camarera que me ponga lo que le pida, que él se hace cargo. Me rodean y me convierten en el centro de la conversación. Me preguntan por mi pasado y por mis planes de futuro, y más risas y más alegría. Están encantados. Y aunque habitualmente huyo de esas situaciones como de la peste, esta vez he de reconocer que estoy a gusto. Bebemos y charlamos, y al rato aparece la chica de la propuesta laboral.
- Ya sabía que cambiarías de idea.
- No he cambiado de idea.
- Sí que lo has hecho.
- Que no.
- Que sí.
Y se aleja un par de metros y empieza a mecerse al ritmo de la música. Y luego extiende sus manos, y con sus dedos índice me invita a que me una a su baile. Es entonces cuando sucede algo extraordinario: abandono mi cuerpo y me elevo un par de metros sobre mí mismo. Y veo la escena desde fuera, la niña bailando y yo mirándola desde la barra con cara de gilipollas. Y comienzo a preguntarme si esto era todo. Si por esto necesitaba una copa, si por esto he llamado a dos personas que sabía de antemano que no me acompañarían, si por esto la inquietud. Y comienzo a sentir un asco profundísimo que me sitúa al borde de la nausea. Y caigo violentamente de vuelta a mi cuerpo, y a continuación pido que me disculpen, que he de ir al baño. Y hacia el baño que me dirijo, pero cuando estoy llegando vuelvo la vista atrás, y compruebo que nadie me mira, así que cambio de dirección, salgo del bar y me voy a mi casa.
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