miércoles, enero 14, 2009

(En las cuevas) todos los gatos son grises

Hoy he despertado junto a una pelirroja, como en los viejos tiempos. El déjà vu ha sido terrorífico, aunque sólo ha durado un instante, lo que he tardado en recordarlo todo. Pero no se preocupen, que sé lo que les molestan estas indiscrecciones, así que no entraré en detalles. Y además tampoco sabría como hacerlo. Últimamente sobrevivo a medio gas, con el cerebro a fuego lento y sumido en una parálisis que en ocasiones tomo por inquietud aunque en realidad sea tan sólo tristeza, una tristeza infinita que lo envuelve todo hasta conseguir que las cosas acaben pareciendo todas iguales, igual de grises. Dios, esto parece el diario de una adolescente tonta. Qué mediocridad. En fin, yo tan sólo quería excusarme apuntando a una tristeza que no casa demasiado bien con un sitio como éste, pues la tristeza te empuja siempre hacia el realismo y esto es en su mayor parte, como bien saben, una obra de ficción.
La tristeza, si no la atas en corto, a la que te descuidas te hace un destrozo. Ayer me encontraba en un club de decoración infame y luces de neón, de los de música nefasta y ecualización criminal, poblado por pasantes en cena de empresa y modelos a medio book, un asco de club, el club de mis sueños, y en un momento dado, mis amigos en el baño, sólo, apoyado en una columna, sentí que de repente algo fundamental sucedía en mi interior. Y no quiero decir que algo hubiese cambiado, sino que algo se había roto. Para siempre. De repente me sentía la persona más mediocre del lugar, de repente me sentía menor, desdeñable, aburrido, feo, material de tercera mano. Y decidí que tenía que salir de allí lo antes posible. El "¿pero ya te vas?" de una desconocida alta de pelo corto y la sonrisa amable de la chica del ropero apenas mitigaron la caída. Decidí volver andando a casa, y mientras caminaba pensé que algo muy parecido debió de sentir la cigarra del cuento al ver caer el primer copo de nieve. Un la hemos cagado y un ya qué más da. En la puerta del VIPS la muchachada se entregaba a los juegos de seducción de siempre. Ellas ensayaban miradas de fingido desprecio y ellos reían a gran volumen. Entré y cogí un sandwich, uno cualquiera, y mientras pagaba me fijé en una pelirroja muy delgada con unas botas enormes. Ojeaba una revista, ajena al bullicio. Miró a un lado y otro, y se guardó la revista bajo el jersey. Después reparó en mi mirada y, sin mostrar el menor sonrojo por haber sido descubierta, me sacó la lengua, como una cría traviesa. Yo en otras circunstancias le habría hecho algún gesto de complicidad, pero ya digo que aquel no era mi mejor día, así que me limité a seguir mirándola, inmóvil, mi vista clavada en sus diminutos ojos color crema. Ella hizo un mohín de fastidio, se dio la vuelta y se dirigió hacia la salida. Y una vez atravesó el arco de seguridad se giró, me enseñó sus dedos índice, y a continuación comenzó a saltar, los brazos en alto, como Rocky en la escalera. Salí detrás de ellá. Al verme echó a correr. Y yo detrás. No sé por qué, supongo que tan sólo porque pensé que con esas botas la alcanzaría enseguida. Y la alcancé. Y luego pasaron muchas más cosas, pero no se preocupen, que sé lo que les molestan estas indiscrecciones, así que no entraré en detalles. Y además tampoco sabría como hacerlo.
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