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Mientras lleno cubos pienso en lo peculiar que soy para según qué cosas. Toda la gente que conozco cuando llega a una fiesta se fija en primer lugar en los ejemplares más bellos y a continuación en los más felices. Los estados de ánimo como bálsamo. Yo, en cambio, cuando llego a una fiesta me fijo en primer lugar en los ejemplares más bellos, y a continuación en los náufragos. La felicidad me resbala, prefiero el desamparo del náufrago. Adoro su compañía, y tanto da si fueron rescatados en helicóptero o si acabaron en una playa dónde-estoy, si les atrapó el temporal en un crucero o si hundieron el barco a propósito para cobrar el seguro. Me seduce su mirada tormentosa, la calma chicha de sus maneras, la debacle en cada gesto, la duda, el futuro, el ahora qué, el Dios mío ahora qué. Y no hablo de sexo, para nada. De hecho el sexo con náufragos es siempre un desastre, un caos compuesto de mil dudas de quinceañeros y demasiadas cosas que demostrar. Un absoluto desastre.
Al cabo de unos minutos la farmacéutica deja al fin de llorar, y resopla y me mira avergonzada y sonríe y se disculpa.
- Lo siento, no sé qué me ha pasado.
- No te precoupes.
Pienso que la culpa quizás la tenga el calzado que uso, que me hace apoyar mal el pie o algo.
- En serio, lo siento mucho, ahora pensarás que soy idiota.
- No te preocupes.
O quizás es la consecuencia de que apenas haga ejercicio. Sí, seguro que es eso. Que te siente bien un pantalón no quiere decir que estés en forma.