miércoles, noviembre 12, 2008
Un balón, una consola, una bicicleta y un lanzallamas
Enfrentado a un día de ocio estratégico -hay ocasiones en las que no hacer nada, no levantar el teléfono, hacer esperar, es inversión y por tanto ocio remunerado-, y dado que sumergirme a esas horas en la última aventura de Hitomi Tanaka bien podría empujar el resto de la jornada hacia la más absoluta estupefacción, he optado por acudir a un hervidero de delincuencia y descargarme un juego de motos, una sinfonía de rendiciones milimétricas y renderizados supersónicos, con sus pixel shaders y sus frames a todo trapo, diversión asegurada para mayores y pequeños. Y he cargado un circuito complicadísimo y condiciones de mojado, una odisea, y he acelerado y sin pestañear me he estampado contra el primer muro que he encontrado. Adrede, claro. Pero ha sido todo muy decepcionante, el dolor virtual como fuente de satisfacción no vale nada, ni un rasguño, ni una secuela emocional, adrenalina de cuarta, nada. Así que lo he desinstalado. Vaya mierda. Mi aproximación a la juguetería siempre fue igual, una insatisfacción tras otra. Mi madre recuerda a menudo unas navidades, siendo ñajo, en las que me regalaron todo un batallón prusiano de muñequitos de plástico perfectamente equipados, y cómo minutos después me encontraron asomado al inodoro, dejando caer los soldaditos uno a uno, y tirando de la cadena al grito de "¡muere!". Esto último, lo del grito, bien pudiera ser el tradicional recurso dramático familiar, nada serio, pero ahí queda. Unos años más tarde, y esto sí lo recuerdo bien, tendría once o doce años, me regalaron una bicicleta -demostración evidente de que a esas alturas mis padres ya habían perdido el hilo-, y lo primero que hice con ella fue coger carrerilla e ir a estamparme contra la perfumería del barrio para que su dependienta, una mujer transparente a la que amaba con locura, un amor pre-adolescente y suicida, acudiese a auxiliarme. La bici quedó siniestro, y yo casi que también, pero aún considero la imagen de aquella mujer de manos irreales aplicando alcohol y algodón sobre mi rodilla ensangrentada uno de los más reconfortantes recuerdos de mi niñez, a la vez que sintomático aperitivo, quién sabe si incluso génesis, de lo que estaba por venir.
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