lunes, octubre 06, 2008

A la realidad le gustan las simetrías

Las personas decentes van al cine. Las personas decentes quedan en el Rodilla, y se saludan con contención, y devoran a toda prisa unos sandwiches antes de entrar en una sala en la que ven una película de buen trato crítico y alto contenido moralizante, y después van a la cafetería que hay frente al cine, una cafetería fea de cojones, de las de franquicia, y allí hablan de la película y de más cosas, y después empiezan a bostezar y dicen cosas como "esta semana se me está haciendo larguísima" o "mañana tengo que levantarme a las ocho", y se van a su casa.
Yo a veces me mezclo con la gente decente. Yo a veces quedo en el Rodilla, y saludo con besos y abrazos, y devoro a toda prisa unos sandwiches antes de entrar en una sala en la que veo una película que me aburre con su retrato de dolores obvios y su esclerótica filosofía de playa almeriense, un bodrio firmado por algún melendi del celuloide, perezosos hijos de puta que no entienden que el arte no está para calmar conciencias, sino para inflamarlas. Y después voy a la cafetería que hay frente al cine, una cafetería fea como un diciembre feo, de las de franquicia, y allí hablo de la película y de más cosas. Y luego todos empiezan a bostezar, y entonces a mí me sobrecoge un pánico atroz, como un vértigo indescriptible. Y me despido de mala manera, y salgo de la cafetería a toda prisa, y llamo a quien no debo, y me juro que nunca volveré a quedar con personas decentes. Y mientras avanza la noche, una noche que dura semanas, me maldigo por esta incapacidad mía para dejar cuatro cosas básicas sin cuestionar, para delegar en lugares comunes, el barrio, la familia, para no ir siempre a ciegas, para dejarme ir en lo básico, para aceptar que hay cosas que son como son y además está bien que así sean. Y me pregunto cómo demonios he llegado a este punto en el que la semana la componen siete domingos de resaca, siete domingos que huelen a botella de vino sin cerrar y a tabaco de otro y a coños de vispera, siete putos domingos en los que hay espacio para muchas cosas, pero nunca para una flexibilidad lo suficientemente grande como para abrigar a dos.
Pues sí. Aquel día pensé que lo perdía todo, pero en realidad perdí mucho más.
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