miércoles, septiembre 24, 2008

Los tiburones

Me despierta el sonido de la puerta de la calle, alguien ha entrado en casa. Miro el reloj, casi la una de la tarde, me habría gustado dormir al menos otro par de horas. Unos segundos después entra Marta en la habitación y sin decir nada comienza a meter sus cosas en una gran bolsa de viaje, así que me levanto, me pongo lo primero que pillo y salgo de casa. Recuerdo entonces que hoy he quedado con mi hermana en la puerta de su consulta para ir a comer juntos, pero aún me resta una hora, así que compro tres periódicos, entro en una cafetería y me siento en la mesa más alejada del ventanal. Pido un café sólo, luego otro y más tarde un doble. Una hora más tarde estoy en el metro, y unos veinte minutos después descubro que acabo de pasarme de parada, así que me bajo, subo unas escaleras, giro una esquina, bajo otras escaleras y subo en otro vagón. Y en cuanto se cierran las puertas me doy cuenta de que esta vez me he equivocado de linea. Me bajo en la siguiente parada, tomo la dirección contraria, una estación, hago el trasbordo, otra estación, y finalmente, veinte minutos tarde, estoy en el punto de encuentro. Eva sacude la cabeza al verme llegar. Le explico que me he equivocado de parada, pero no me cree. Hace un comentario sobre mi aspecto y le digo que no es resaca sino sueño. Tampoco me cree. Vamos a un restaurante, ella pide lasaña y yo un filete, y pido que le pongan ensalada en lugar de patatas. Me lo traen con patatas, y durante unos instantes trato de recordar si llegé a pedir la ensalada o si en cambio tan sólo pensé en pedir la ensalada. No estoy seguro. Durante la comida hablamos de mis sobrinos, hablamos de un frigorífico estropeado y hablamos de Berlín. Luego ella vuelve a su consulta y yo vuelvo a casa. En autobús. Ya de vuelta, voy hasta el salón y allí descubro que Marta me ha dejado una nota en la mesa. Le echo un vistazo, pero es un folio escrito por las dos caras, así que lo dejo para después. Me siento en el sofá. Me levanto. Me vuelvo a sentar. Agarro el teléfono, marco un número y cuelgo. Vuelvo a marcar y vuelvo a colgar. Dejo el teléfono descolgado. Enciendo el televisor. Echan una especie de documental en el que una mujer bastante guapa confiesa su mayor miedo: los tiburones. Me cuesta creer que nadie considere tal cosa una fobia en lugar de simple prudencia. La mujer dice que ha decidido afrontar su miedo y que piensa nadar entre tiburones, por absurdo que parezca, así que se dirige a alta mar en un bonito barco junto a un grupo de expertos en la materia que le dan los consejos necesarios. Nunca les des la espalda y utiliza este palo si ves que alguno se acerca demasiado, le dicen. Finalmente llegan al lugar indicado. En un primer plano repleto de tensión la mujer reconoce su nerviosismo ante el reto. Luego se pone un traje de neopreno y se zambulle en el agua. A través de un micrófono nos va relatando sus emociones. El agua está clara. La vegetación es escasa. A lo lejos se divisan unas manchas oscuras. Los tiburones se acercan.
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