miércoles, octubre 29, 2008
Yo no quiero tener un millón de amigos
¿Les he contado ya que fui niño prodigio? Sí, claro que se lo he contado, han sido tantas las palabras que resulta casi imposible encontrar ninguna nueva. Me temo que nuestra amistad está tocando a su fin. Bah, superaremos esta pérdida, claro que sí, como hemos superado casi todas. Somos seres habituados a la pérdida. Hubo un día en el que llegamos a pensar que éramos intocables, invencibles, y al día siguiente un giro del destino nos lo arrebató todo. Y enseguida perdimos también las ganas de encontrar algo nuevo. Habría de ser muy torpe una gitana que nos leyese la mano como para no dar con la clave de todo, pues nuestra linea de la vida nace entre el índice y el pulgar con una verticalidad exquisita, y desciende majestuosa hasta que llega a un punto en el que dramática se parte en cuatro: la de lo que pudo ser, la de lo que fue, la de lo que no quisimos que fuese, y la de la segunda oportunidad que se nos escapó por no estar atentos. No sé. De un tiempo a esta parte me gusta pensarme como una gran madeja, como meter cuatro cordones en la lavadora y que salgan hechos una bola, cada uno anudado consigo mismo y con los demás. Y en ocasiones me planteo la posibilidad de ir, paciente, deshaciendo nudos, uno a uno, con cada nudo una manía, hasta llegar al primero. Pero no estoy seguro, demasiada vanidad, demasiado miedo. La vida es una sucesión de azares, y como tal en ocasiones desemboca en un hecho trágico, que ni siquiera será ironía, tan sólo el habitual devenir de las cosas. Y a partir de entonces uno acarrea su hecho trágico bajo el esternón, y le da de respirar y de dormir, e incluso alcanza con él un grado de entendimiento razonable, y está bien que así sea. Lo que ya no está tan bien es que uno considere la tragedia el hecho fundacional de toda su vida, o, peor aún, que llegue a considerarse un privilegiado por portarla, que deje de considerar obscena su exhibición, que piense que de alguna manera le hace mejor que el resto. Miren, ahí tienen un buen ejemplo de que se puede ser brillante de crío, y de adulto un tarado. Si ahora me preguntan mi número favorito es posible que les diga que es el 11 de Ayala, o el 22 del día en que te conocí. Si me lo hubiesen preguntado a los quince les habría dicho que mi número favorito era EL UNO. Ahí tienen otro.
viernes, octubre 24, 2008
Skip a life completely, stuff it in a cup
Ayer pasé el día batido en retirada, recluído, ajeno al escrutinio de los satélites de vigilancia, haciendo recuento de bajas y entregado a las labores de intendencia menos exigentes en lo intelectual, caldo de cultivo ideal para pensamientos de entretanto. Así, mientras fregaba el suelo del baño se me ocurrió que no existe peor soledad que la que se vive en compañía, y mientras limpiaba los cristales del salón se me ocurrió que los que gustamos de hablar sólos pasamos mucho más desapercibidos desde la irrupción de la tecnología bluetooth, y mientras probaba el punto de sal de los spaghettis con ragú de emperador y salsa de pimiento rojo se me ocurrió que semejante manjar merecía más de un piropo, por lo que, ataviado con mi delantal de 'Toledo calidade' y espumadera en ristre, salí de casa, atravesé el descansillo y llamé al timbre de mi vecina. Mi vecina es una persona de verdad, una persona de las de aumento salarial, vacaciones en la playa y mañana me voy a la boda de un primo lejano, muy distinta a las personas de trapo que suelo tratar, una persona cuya compañía me resulta en ocasiones reconfortante. Pero esta vez quien abrió la puerta no fue mi vecina, sino una mujer considerablemente más joven, una muchacha de pelo negro y tez pálida.
- ¡Tú!, ¿qué has hecho con mi vecina?
Su contestación fue algo así como "mio entiende español poco", así que repetí la pregunta en inglés, bajando la espumadera, no fuese a tomarla por prueba de hostilidad. Y me contó que, al parecer, mi vecina y ella pertenecen a una comunidad online cuyos miembros gustan de intercambiar sus viviendas durante periodos establecidos. Y yo me voy a tu casa y tú te vienes a la mía. En este caso, durante diez días. Como en la peli esa tan absurda. Una vez aclarado el asunto nos presentamos, y a continuación le dije que acababa de elaborar un plato exquisito, que sería una pena desperdiciarlo, que había vino, y que mi son era de paz. Y sin pensarlo dos veces y en muestra de carácter abierto cerró la puerta tras de sí, y pasamos a mi salón, y mientras yo servía los platos ella puso la mesa, y abrimos la botella de vino, y brindamos, y cenamos.
- El pescado estaba un poco seco, pero por lo demás todo muy rico.
La muchacha pálida me contó que en su Bergen natal hay un mercado de pescado que ofrece una variedad de género infinita, y me contó que un familiar cercano resultó el único superviviente de un naufragio de gran impacto mediático, y me contó que este viaje no estaba resultando exactamente como esperaba, que quizás había puesto demasiadas esperanzas en él, y que, en definitiva, se sentía embargada por un considerable sentimiento de decepción. Hablamos de todo eso, y después hablamos de muchas más cosas.
Esta mañana cuando he abierto los ojos la noruega estaba sentada al borde de la cama, mirando a través de la ventana en gesto de evidente melancolía.
- Oye, ¿en esta ciudad amanece siempre tan nublado?
- Siempre.
- ¡Tú!, ¿qué has hecho con mi vecina?
Su contestación fue algo así como "mio entiende español poco", así que repetí la pregunta en inglés, bajando la espumadera, no fuese a tomarla por prueba de hostilidad. Y me contó que, al parecer, mi vecina y ella pertenecen a una comunidad online cuyos miembros gustan de intercambiar sus viviendas durante periodos establecidos. Y yo me voy a tu casa y tú te vienes a la mía. En este caso, durante diez días. Como en la peli esa tan absurda. Una vez aclarado el asunto nos presentamos, y a continuación le dije que acababa de elaborar un plato exquisito, que sería una pena desperdiciarlo, que había vino, y que mi son era de paz. Y sin pensarlo dos veces y en muestra de carácter abierto cerró la puerta tras de sí, y pasamos a mi salón, y mientras yo servía los platos ella puso la mesa, y abrimos la botella de vino, y brindamos, y cenamos.
- El pescado estaba un poco seco, pero por lo demás todo muy rico.
La muchacha pálida me contó que en su Bergen natal hay un mercado de pescado que ofrece una variedad de género infinita, y me contó que un familiar cercano resultó el único superviviente de un naufragio de gran impacto mediático, y me contó que este viaje no estaba resultando exactamente como esperaba, que quizás había puesto demasiadas esperanzas en él, y que, en definitiva, se sentía embargada por un considerable sentimiento de decepción. Hablamos de todo eso, y después hablamos de muchas más cosas.
Esta mañana cuando he abierto los ojos la noruega estaba sentada al borde de la cama, mirando a través de la ventana en gesto de evidente melancolía.
- Oye, ¿en esta ciudad amanece siempre tan nublado?
- Siempre.
jueves, octubre 16, 2008
Pintando tu retrato, con un seis y con un cuatro
Abocado a una semana profusa en tiempos muertos, con sus fasten your seatbelt y sus cafés en vaso de papel y sus sandwiches de mierda, decidí imprimirme dos años de mí mismo para utilizarlos como literatura de tránsito. Dado que nunca me releo, por algo que suelo denominar pudor pero que tiene más que ver con un arrepentimiento de resaca, con un despertar y descubrir que te acostaste con la persona equivocada, pensé que de esta manera, sacándome de encima el contexto, quizás pudiese dar con alguna clave oculta o alguna piedra ya tropezada. Y, eso, que me leí, y lo que encontré fue, entre mucha vanidad y mucho chichinabo, a un impostor en lo básico y un superfluo en lo accesorio, alguien a quien de no ser por la considerable estima que me profeso a mí mismo denominaría "un comemierda". O sea, lo esperado. Todo bien. Continuemos pues.
Hoy me ha llamado Marta y me ha dicho que Nueva York está cada vez peor, a pesar de que en esta estación la gente parece empeñada en vestir ropas de colores, lo cual debiera significar (esto lo dice ella, yo no estoy de acuerdo) algo bueno. Luego me ha contado que sorteó con sus dos compañeras de piso las habitaciones, y que quedó última y que por eso le ha correspondido la habitación menos luminosa, y, en general, ha insistido mucho en destacar los aspectos más negativos de su presente, creo que dando por ciertas demasiadas cosas. Más tarde, en la misma tónica, se ha empeñado en disculparse por algunas cosas que me dijo el día en que le di todas las razones para marcharse que necesitaba, y que si no debí llamarte esto y que si no debí llamarte aquello, todo demasiado serio, todo demasiado gris, por lo que cambiando de tema le he comentado que su voz me sonaba como si estuviese tumbada en la cama. "Pues sí", ha afirmado, algo desconcertada, y a continuación, suavizando la voz y espaciando mis palabras, le he preguntado: "¿y qué llevas puesto?". Y ella se ha reído, se ha reído mucho, con su risa perfecta ("tu risa perfecta, y tu boca lejana"; bah, tengo que dormir más), y después todo ha ido mejor, y hemos hablado del calzado marca D.A.T.E, de la codicia como virtud, y de una canción de los Ramones.
Tras colgar he recordado, no sé muy bien por qué, cierta ocasión en la que, fruto de una apuesta estúpida ideada por gente estúpida en su momento de mayor estupidez, entré en una tienda de moda, una boutique, y le pedí a la dependienta, una mujer a la que no había visto en mi vida, que se casase conmigo. Y me dijo que sí. Y aún hoy sigo pensando que lo decía en serio. Luego estuvimos un tiempo saliendo, y ella alargaba la broma y decía cosas como "este fin de semana vienen mis padres de Vitoria, podías aprovechar para pedirles mi mano", o "¿tú que has hecho hoy? yo he estado en Pronovias". Y ahora mismo no recuerdo cómo acabó todo, supongo por tanto que sería por mi culpa, pero lo que sí recuerdo de aquello es una considerable dicha y, por más que lo intento, ni un sólo sinsabor. Y, pues eso, que yo de verdad que ya no entiendo nada.
Hoy me ha llamado Marta y me ha dicho que Nueva York está cada vez peor, a pesar de que en esta estación la gente parece empeñada en vestir ropas de colores, lo cual debiera significar (esto lo dice ella, yo no estoy de acuerdo) algo bueno. Luego me ha contado que sorteó con sus dos compañeras de piso las habitaciones, y que quedó última y que por eso le ha correspondido la habitación menos luminosa, y, en general, ha insistido mucho en destacar los aspectos más negativos de su presente, creo que dando por ciertas demasiadas cosas. Más tarde, en la misma tónica, se ha empeñado en disculparse por algunas cosas que me dijo el día en que le di todas las razones para marcharse que necesitaba, y que si no debí llamarte esto y que si no debí llamarte aquello, todo demasiado serio, todo demasiado gris, por lo que cambiando de tema le he comentado que su voz me sonaba como si estuviese tumbada en la cama. "Pues sí", ha afirmado, algo desconcertada, y a continuación, suavizando la voz y espaciando mis palabras, le he preguntado: "¿y qué llevas puesto?". Y ella se ha reído, se ha reído mucho, con su risa perfecta ("tu risa perfecta, y tu boca lejana"; bah, tengo que dormir más), y después todo ha ido mejor, y hemos hablado del calzado marca D.A.T.E, de la codicia como virtud, y de una canción de los Ramones.
Tras colgar he recordado, no sé muy bien por qué, cierta ocasión en la que, fruto de una apuesta estúpida ideada por gente estúpida en su momento de mayor estupidez, entré en una tienda de moda, una boutique, y le pedí a la dependienta, una mujer a la que no había visto en mi vida, que se casase conmigo. Y me dijo que sí. Y aún hoy sigo pensando que lo decía en serio. Luego estuvimos un tiempo saliendo, y ella alargaba la broma y decía cosas como "este fin de semana vienen mis padres de Vitoria, podías aprovechar para pedirles mi mano", o "¿tú que has hecho hoy? yo he estado en Pronovias". Y ahora mismo no recuerdo cómo acabó todo, supongo por tanto que sería por mi culpa, pero lo que sí recuerdo de aquello es una considerable dicha y, por más que lo intento, ni un sólo sinsabor. Y, pues eso, que yo de verdad que ya no entiendo nada.
lunes, octubre 06, 2008
A la realidad le gustan las simetrías
Las personas decentes van al cine. Las personas decentes quedan en el Rodilla, y se saludan con contención, y devoran a toda prisa unos sandwiches antes de entrar en una sala en la que ven una película de buen trato crítico y alto contenido moralizante, y después van a la cafetería que hay frente al cine, una cafetería fea de cojones, de las de franquicia, y allí hablan de la película y de más cosas, y después empiezan a bostezar y dicen cosas como "esta semana se me está haciendo larguísima" o "mañana tengo que levantarme a las ocho", y se van a su casa.
Yo a veces me mezclo con la gente decente. Yo a veces quedo en el Rodilla, y saludo con besos y abrazos, y devoro a toda prisa unos sandwiches antes de entrar en una sala en la que veo una película que me aburre con su retrato de dolores obvios y su esclerótica filosofía de playa almeriense, un bodrio firmado por algún melendi del celuloide, perezosos hijos de puta que no entienden que el arte no está para calmar conciencias, sino para inflamarlas. Y después voy a la cafetería que hay frente al cine, una cafetería fea como un diciembre feo, de las de franquicia, y allí hablo de la película y de más cosas. Y luego todos empiezan a bostezar, y entonces a mí me sobrecoge un pánico atroz, como un vértigo indescriptible. Y me despido de mala manera, y salgo de la cafetería a toda prisa, y llamo a quien no debo, y me juro que nunca volveré a quedar con personas decentes. Y mientras avanza la noche, una noche que dura semanas, me maldigo por esta incapacidad mía para dejar cuatro cosas básicas sin cuestionar, para delegar en lugares comunes, el barrio, la familia, para no ir siempre a ciegas, para dejarme ir en lo básico, para aceptar que hay cosas que son como son y además está bien que así sean. Y me pregunto cómo demonios he llegado a este punto en el que la semana la componen siete domingos de resaca, siete domingos que huelen a botella de vino sin cerrar y a tabaco de otro y a coños de vispera, siete putos domingos en los que hay espacio para muchas cosas, pero nunca para una flexibilidad lo suficientemente grande como para abrigar a dos.
Pues sí. Aquel día pensé que lo perdía todo, pero en realidad perdí mucho más.
Yo a veces me mezclo con la gente decente. Yo a veces quedo en el Rodilla, y saludo con besos y abrazos, y devoro a toda prisa unos sandwiches antes de entrar en una sala en la que veo una película que me aburre con su retrato de dolores obvios y su esclerótica filosofía de playa almeriense, un bodrio firmado por algún melendi del celuloide, perezosos hijos de puta que no entienden que el arte no está para calmar conciencias, sino para inflamarlas. Y después voy a la cafetería que hay frente al cine, una cafetería fea como un diciembre feo, de las de franquicia, y allí hablo de la película y de más cosas. Y luego todos empiezan a bostezar, y entonces a mí me sobrecoge un pánico atroz, como un vértigo indescriptible. Y me despido de mala manera, y salgo de la cafetería a toda prisa, y llamo a quien no debo, y me juro que nunca volveré a quedar con personas decentes. Y mientras avanza la noche, una noche que dura semanas, me maldigo por esta incapacidad mía para dejar cuatro cosas básicas sin cuestionar, para delegar en lugares comunes, el barrio, la familia, para no ir siempre a ciegas, para dejarme ir en lo básico, para aceptar que hay cosas que son como son y además está bien que así sean. Y me pregunto cómo demonios he llegado a este punto en el que la semana la componen siete domingos de resaca, siete domingos que huelen a botella de vino sin cerrar y a tabaco de otro y a coños de vispera, siete putos domingos en los que hay espacio para muchas cosas, pero nunca para una flexibilidad lo suficientemente grande como para abrigar a dos.
Pues sí. Aquel día pensé que lo perdía todo, pero en realidad perdí mucho más.
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