Sujeta con suavidad mis dedos y me dice que tengo manos de pianista. Al comenzar la tarde éramos siete, luego cinco y ahora sólo quedamos los dos, y bebemos, y nos entregamos a una conversación destartalada, propia de las horas en las que nos encontramos. Ella habla sin parar, pero mi interés se centra en el neón que brota bajo la barra y se enreda en sus ajustados pantalones blancos, en las cremalleras que elegantes alivian la estrechez de sus tobillos, en la tira dorada de sus sandalias. Cuando vuelvo a prestarle atención está diciendo que todas las personas tenemos algo que nos hace únicas, y que en su caso ese algo es su habilidad para manejarse con los demás, su empatía, o su simpatía, no entiendo bien qué palabra utiliza, y luego me pregunta qué es lo que pienso que me hace único a mí. Y le respondo que lo que me hace único es que debo ser uno de los pocos tíos de este mundo a los que una novia haya dejado por un domador. Con trapecistas hay más. Y ella ríe a carcajadas, piropeando la ocurrencia muy por encima de su valor. Ríe y echa la cabeza hacia atrás y da pataditas en el suelo. Y después, teatral, pone el gesto serio y me mira a los ojos y sitúa una mano en mi nuca y me besa. Un beso que sabe a nada, que es a lo que saben los besos cuando unos labios se han bañado en ron y los otros en whisky. Y luego se equivoca: habla. Dice "he pensado mucho en esto", dice "en ocasiones estando en la cama con mi novio cerraba los ojos e imaginaba que eras tú". Y, claro, me asusto. Y me alejo de ella, sin moverme del sitio pero de manera muy ostensible, y ella se ofende. Y veo la ira en sus ojos e intento quitar hierro al asunto, pero ya es demasiado tarde. Y pienso que ahora va a dejar morir en silencio unos instantes antes de irse. Pero no, no está dispuesta a callarse.
- Pues sí que debo ir borracha para que no te quieras liar conmigo ni tú, que eras capaz de follarte una puerta.
- Pero antes has dicho que piensas a menudo que...
- No te lo tengas tan subido, majo, que no eres para tanto.
Y descubro que, ahora sí, me estoy divirtiendo. Estoy en medio de una discusión que se asemeja a las que surgen a los pocos meses de iniciada una relación, cuando el otro ya ha descubierto que por dentro estás roto pero aún piensa que es posible ser arreglo o siquiera alivio, cuando aún hay estruendo; después llegará el silencio y más tarde la nada. Así que me animo a entrar en el cuerpo a cuerpo, con todo, en una discusión dura, cruenta, sólo nos falta agarrarnos de los pelos y echar a rodar. Yo hablo de su maquillaje y ella de mi acento. Yo hablo de su trabajo y ella de mi pasado. Yo hablo de sus orejas y ella de mis manos. ¿Dije pianista? Ya te gustaría, como mucho carterista. Y entonces me río. Y ella parece que va a explotar, pero al fin relaja el gesto, y también se ríe. Mucho. Y echa la cabeza hacia atrás y da patadas en el suelo. Y después, teatral, deja de reír y me mira a los ojos y sitúa una mano en mi nuca. Y me besa. Un beso que también sabe a nada, pero tras el que nadie hablará de lo que hacía ayer, ni con quién lo hacía, ni cuanto dolía. Porque ya existe una historia suficiente. Una historia que es aquí y es ahora y lo demás no existe.
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