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Sí, estos días duermo poco y a deshoras, soslayo mis obligaciones, muestro una peligrosa tendencia a meter la pata, y en general mi existencia viene siendo lo que se dice una zapatiesta. Para rematarlo, hace unos días un desalmado me hizo una oferta laboral muy jugosa, una cosa con muchos ceros, lo cual me obligó a volver a explicar que no, que a mí no se me compra con dinero, cosa que me pone de muy mala leche. Y sospecho que fue ese estado de malhumor, junto a otras tres o cuatro cosas que ahora no vienen al caso, las que motivaron que el mismo día, unas horas más tarde, en casa, mi chica me lanzase a la cabeza un paragüero. Exacto: intento de homicidio por agresión con objeto contundente. Esto marcha. El caso es que esquivé como buenamente pude el paragüero, uno bien macizo, que acabó estrellándose contra un ventanal, el cual saltó hecho añicos. Y ahí lo tengo, cubierto con un plástico hasta que el cristalero vuelva de Calpe, localidad donde pasa unas merecidas vacaciones. Y aunque he de reconocer que estos arrebatos de violencia incontrolada a mí me ponen cachondísimo, no es menos cierto que los suelo preferir si no llevan aparejado semejante dispendio. Que a mí no se me comprará con dinero, pero los cristales tampoco se compran con besos.