miércoles, marzo 26, 2008

Desayuno

Mientras camino le pongo cuatro velos a cada pensamiento y eludo toda complicación. No es hora de trascendencias, es hora de desayunar. Entro en una cafetería, me siento junto a la barra, pido un café, y entonces giro la vista hacia mi izquierda y el corazón me da un vuelco. A unos metros hay una anciana que llora. Un llanto sereno, discreto, sin artificios. Pero no es el dramatismo de la estampa lo que me impresiona, sino el enorme parecido que tengo con la anciana. La piel fina, los rasgos levemente angulados, los ojos demasiado claros. Las semejanzas son tales que se me ocurre que no estoy ante una anciana que llora, sino ante un goterón desprendido de mi propio futuro. Que la anciana soy yo, mañana. En ningún momento espero revelación alguna, y doy por hecho que me hallo ante un suceso fortuíto, que lo único que pasa es que mi futuro y mi presente frecuentan la misma cafetería. Así que pienso en aprovechar la ocasión y acercarme a la anciana y preguntarle que há salido mal, en qué fallamos. Pero no lo hago. Porque ya lo sé. Hace tiempo que lo sé. Claro, también considero la idea de no encontrarme ante aparición intertemporal alguna sino, simplemente, ante una anciana que con lágrimas purga un recuerdo, una ausencia o un error. En cuyo caso quizás resultase adecuado que me acercase a ofrecerle consuelo en forma de palabra o compañía, tal vez incluso a arrancarle una sonrisa, en eso soy bueno. Pero tampoco lo hago. El parecido es espectacular. Me pregunto si el resto de habitantes de la cafetería no estará a estas alturas dando ya por hecho que somos familiares y que, dada mi actitud distante, incluso sea yo el causante del llanto. Echo un vistazo alrededor. Nadie me mira. Pero no dejo de pensar que todos esperan algo de mí, que todos esperan que haga algo. Vuelvo a mirar a la anciana. Pago mi café, me levanto y me voy.
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