¿Os habeis encontrado alguna vez en una de esas situaciones en las que se tiene la impresión de que cada paso que se da sirve tan sólo para abundar en el error? ¿Una de esas en las que cada acción, por mínima que sea, acaba por conducir a una nueva equivocación? No hablo de grandes decisiones metafísicas, no hablo del día en el que decidiste abandonar tu trabajo en Telefónica para ir a Burundi a tratar enfermos de malaria, no hablo del día en el que decidiste desconectar la máquina que mantenía viva a tu madrastra. Hablo de las cosas más básicas. Hablo de salir de casa, encontrarse con alguien y volver a casa. Sencillo. Pero tras salir de casa descubres que lo hiciste demasiado tarde, y al hablar con ese alguien hablas de lo que no debes, y cuando vuelves a casa lo haces lamentando cada error y, despistado, eligiendo el camino equivocado. Cada equivocación se suma a la anterior, y al final es todo un completo desastre. ¿Os ha pasado? ¿No? En serio. ¿Nunca? Ya. Claro. No. Por supuesto. A mí tampoco. No. Para nada.
¿Por dónde iba? Se me ha ido el santo al cielo.
Ya. Lo que les quería contar es que ayer estuve cenando en un japonés muy elegante con una ex a quien hacía al menos tres vidas que no veía. Y la velada resultó deliciosa, plena de complicidad y compenetración, salpicada de sonrisas, bromas privadas e ironías en su sitio. Juntos pasamos una noche maravillosa, y cuando llegué a casa me puse una copa y comencé a pensar. Pensé en las mujeres que calzan zapato bajo de color metálico. Algo que me provoca sensaciones encontradas, una de esas cosas que me impiden definirme, que no sé si me parecen bien o mal, si estoy a favor o en contra. Como lo de comer con cerveza, las canciones con theremin, las autoinmolaciones en lugares concurridos o las segundas oportunidades.
martes, marzo 18, 2008
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