sábado, julio 21, 2007

La cabina

A lo largo de la tarde hemos conseguido alcanzar ese punto en el que todo lo demás se transforma en mobiliario urbano, tanto da una señal de tráfico como una familia numerosa. Podríamos cruzarnos con la avanzadilla de una invasión alienígena, que no repararíamos en su presencia. El bar ha quedado atrás y ahora jugueteamos. Ella echa a correr y yo la persigo. La alcanzo junto a un portal, trato de abrazarla, ella me empuja, sonríe y vuelve a escaparse. Va corriendo hacia una marquesina, sonríe, me dribla, sonríe, se zafa de mí, sonríe. Vuelve a echar a correr. Le doy unos segundos de ventaja con la intención de dilatar el instante. Se refugia en una cabina telefónica. Me acerco sigiloso para forzar una sorpresa, un grito divertido. Llego a la cabina, pero allí no hay nadie. Entro y tanteo el suelo, también el techo, buscando una escapatoria. Nada. Me alejo unos metros, exploro los alrededores. Nadie. No lo entiendo. Entonces despierto. En un gesto instintivo alargo un brazo hasta el otro lado de la cama. Está frio, vacío, como ayer, recuerdo, como antes de ayer, como la semana pasada. Abro los ojos. Veo mi mesilla. Encima, la pequeña lámpara en forma de lágrima, un vaso de agua, tres libros, unas cuchillas, el despertador. La visión de tales elementos me trae la certeza de que nunca nada ha sido cuestión de talento, que todo ha sido siempre una mera cuestión de valor. Tan sólo de valor. Los muslos me escuecen. Huele a desinfectante. Las sábanas están manchadas de sangre.
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