martes, julio 24, 2007
Cuando todo se acabe y nadie nos recuerde
Salgo de un bar y me topo con una pelea tumultuosa, un estrépito, con carreras, puños y sangre por todas partes. Se dice que el detonante ha sido una falda, normal. En un momento dado diviso un arma blanca y entonces sí, entonces siento el deseo de unirme al jolgorio, a uno de los bandos, a cualquiera, ambos me parecen óptimos, a ambos les adivino en las maneras verdades irrefutables por las que merecería la pena morir hoy mismo. Me siento tentado de saltar a la arena a acentuar axiomas a mano cerrada, pero en cambio me disperso y me da por pensar en la conveniencia de adquirir una licuadora, por estimular el consumo de fruta y paliar carencias vitamínicas. Y así siempre. Intuímos que lo correcto sería afrontar cada instante como si nuestra vida fuese a extinguirse en cuestión de minutos, pero a la hora de la verdad nos vigilamos el colesterol. Qué asco da todo, de verdad. Si la esperanza de vida del ser humano fuese de quince años todo sería mucho más sencillo, eso está claro. Más tarde, en casa, leo mis emails y allí me asalta una jugosa oferta económica, algo que en principio suena bien pero que en realidad no deja de ser más de lo mismo. A la basura. Los demonios de nuestro tiempo, lejos de hallarse en los fundamentalismos o la contaminación, se esconden en los salarios, las hipotecas y los domingos a comer a casa de la suegra. Lejos los quiero. Advierto que se espera demasiado de mí, que poco a poco me van rodeando, que en cualquier momento me van a colar un caballo de madera, y como es habitual llego a la conclusión de que lo adecuado sería proceder a evaporarse. Me planteo cómo sería mi vida si me rapase al cero, me dejase crecer un tupido bigote, me cortase la mano derecha y me hiciese llamar Matías. Supongo que daría lo mismo, pero por un instante la idea me seduce. El perro de los del séptimo no deja de ladrar, pero si me asomo al balcón y silbo se calla. Debe estar sólo.
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