Hoy he ido a visitar a mi médico de cabecera y le he dicho que quería tratarme este desvarío existencial del que no acabo de recuperarme. Le he comentado que al principio pensé que sería una dolencia así como de horóscopo, causada por cambios estacionales y biorritmos atolondrados. Pero que no, que nada, que pasan los días y no se me va. El me ha dicho que posiblemente se deba al stress de la vida en la ciudad o a la carestía de pescado azul en mi dieta, y que me iba a recetar un combinado vitamínico, con mucha B, que es, dice, mano de santo. Yo le he respondido que con la farmacopea ya lo he intentado sin éxito, y que esta vez me gustaría darle al asunto un enfoque más expeditivo. Que mi intención era extirparme la disforia mediante un transplante de personalidad. El ha chupado el boli y me ha dicho que esa es una operación muy delicada, que implica un periodo de recuperación largo y problemático, y que además deja unas cicatrices muy feas. Dice que antes de probar métodos tan invasivos él prefiere explorar hasta la última de las alternativas. Y entonces me ha preguntado si había probado ya a hacer una mudanza. Y, joder, me ha parecido una idea formidable. No sé cómo no se me había ocurrido antes. Porque llevo ya demasiado tiempo en la misma casa, una casa que posee un rincón que me habla de ella y de sus mañanas de domingo, y otro que me habla de fiestas excesivas y precipicios, y otro, detrás del bidé, que me dice que debería limpiar el cuarto de baño más a menudo. Cada metro cuadrado habla, por los codos, y a mí, la verdad, no me gustan las casas tan parlanchinas. Las prefiero vírgenes, diáfanas y mucho más silenciosas.
Una mudanza. Qué gran idea.
viernes, abril 13, 2007
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