Los caminos de L y M se cruzan por vez primera cuando ambos tienen apenas doce años. L, suizo de ascendencia española, y M, suiza de ascendencia rusa, se enfrentan en la final del campeonato local de cierto juego de mesa. El encuentro es breve: L gana, y M no sólo le rechaza el saludo sino que además le insulta. Al año siguiente vuelven a hallarse en la misma situación. De nuevo vence L, y esta vez M ni le saluda ni le insulta ni tan siquiera le mira.
No es hasta seis años después cuando vuelven a encontrarse, con motivo de una entrega de premios. Allí se reconocen tan pronto cruzan sus miradas, a pesar de lo mucho que sus físicos han cambiado. Se acercan el uno al otro y por vez primera hablan. El hechizo es instantaneo. Aquella tarde se confían sus presentes y rememoran sus pasados, y lo mismo hacen durante los cinco días siguientes. Descubren que no soportan separarse, siquiera unas horas, y por eso deciden iniciar un viaje juntos, sin rumbo, escalas ni fechas. Durante el mismo no encuentran un sólo instante de aburrimiento. Cada conversación es un reto y cada roce un maremoto. Sienten que para ellos ha llegado ese gran momento decisivo que la vida reserva a cada persona. Se sienten intocables, imparables. Ambos son inteligentes, demasiado, hasta el punto de juntos reunir un cociente intelectual que sobrepasa holgadamente el 300, lo cual, como toda desviación de cualquier media, no es otra cosa que enfermedad, en este caso sintomatizada por un descomunal ansia de conocimiento y una salvaje soberbia. Es en Rotterdam cuando comienzan a drogarse, primero con opioides y anfetaminas, y después con antidepresivos, alucinógenos y sedantes. Adoran ese trance en el que, totalmente puestos, disparan sus mentes hacia caminos que siquiera sospechaban que existiesen, así como disfrutan, aunque esto jamás lo reconocen, del efímero instante en el que sus cerebros se detienen, cuando se limitan a abrazarse y, al fin vacios, saciados, descansar.
Es la noche del 22 de Marzo cuando L, tumbado en la cama junto a M tras un día especialmente agotador, abre los ojos y se descubre incapaz de imaginar un futuro en el que pudiera ser más feliz de lo que lo es entonces. Se asusta un poco y luego se duerme. A la mañana siguiente ni L ni M despiertan. Al cabo de unas horas les encuentra la criada del hotel con evidentes indicativos de una sobredosis. Una ambulancia les conduce al hospital más cercano.
Allí, M muere.
L también, aunque sigue vivo.
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