Ayer me llevaron a una presentación en las afueras. El objeto presentado era, para no andarnos con rodeos, una engañifa. Un truño. Tan pésimo era que en los corrillos se hablaba del temporal de frío y lluvia, del mito de la decoración escandinava y hasta de trapos, cuando en circunstancias normales aquello sería un mar de lamentos acerca de lo poco preparado que está el público español para aceptar nuevas propuestas artísticas, y sobre la escasez de medios y ayudas a la que se han de enfrentar los creadores. Soplapolleces en ambos casos, pero que vale, que da igual, que tampoco es de eso de lo que quiero hablar.
De lo que quiero hablar es de una mujer, para variar. Y es que en uno de esos corrillos me presentaron a una señorita que me gustó, intuyo que a consecuencia de lo estupendamente que se compenetraban sus defectos. Tenía la piel increíblemente blanca, muy fina, casi transparente, y una voz excesivamente cruda, rozando lo viril. Cuando sonreía se mordía la lengua, lo que siempre me ha parecido un gesto muy carnal, y que me trajo la certeza de que seguro tendría muy buena cama, con un follar largo y paciente. La dama en cuestión, por otra parte, emitió un par de señales que me hicieron constatar que el encantamiento era mutuo, por lo que hice lo único que en aquella situación cabía hacer: huir. Un "disculpadme, he de hacer una llamada", y un salir pitando.
No obstante, antes de echar a correr tuve tiempo de oirle algo que me resultó interesante. Dijo que con tan sólo ver la vestimenta con la que alguien se acuesta ya era capaz de adivinar según qué rasgos de su personalidad. Que entre las muchas cosas que nos definen también está el si vamos a la cama desnudos o en ropa interior, luciendo un pijama a rayas o un chándal viejo, embutidos en el último regalo navideño o fieles a esa camiseta raída que nos ha acompañado durante los últimos quince años. Y pienso que algo de razón sí que tiene, que no es lo mismo enfrentarse a ese fenomenal instante de fuga que es el sueño en actitud de optimista entrega o cargado de precauciones, si dispuesto al abandono o deseando conservar siquiera un fino hilo de familiaridad. Y también me pregunto qué pensaría de mí la mujer de la piel blanca y fina si conociese mi tan habitual costumbre de caer desplomado en la cama, cuando no en el sofá, sin llegar a quitarme siquiera los zapatos.
miércoles, marzo 21, 2007
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