lunes, marzo 26, 2007

Desde un hotel exterior al destino

Quedamos en casa de mis padres para celebrar el primer cumpleaños de mi sobrino, que fue el pasado miércoles, y el día del padre, que fue el lunes. Llego demasiado pronto y con un ojo morado. Mi madre me pregunta qué me ha pasado y le digo que he sufrido un accidente deportivo. No me cree. Luego me dice que están preocupados por mí. Dice que a esta edad debería estar casado. Que debería comprarme una casa y cortarme mejor el pelo. Mis padres no son así pero, en fin, supongo que según pasan los años todos nos vamos igualando, al margen de bagajes e ideales, en la misma medida en la que se igualan nuestros temores. Me pregunta si sigo viendo a Diana y le digo que no. Me dice que les caía muy bien y respondo que a mí también, y que no hable de ella en pasado, que no se ha muerto. Entonces llaman a la puerta. Gracias a Dios.
Son Eva, Héctor y los niños. La mayor entra corriendo y me dice que vienen del circo y me enseña su peluca de cintas de colores. La pequeña también quiere enseñarme la suya y comienzan a empujarse. Héctor grita un "¡vale ya!" que hace que me siente hasta yo. Mi hermana me pregunta qué me ha pasado en el ojo y le digo que he sufrido un accidente doméstico. No me cree. Luego me cuenta que cuando hace unos días su profesora le pidió a Ana que dibujase a su persona favorita, fue a mí a quien dibujó. Me muestro sorprendido. No me gustan los niños, y se me nota mucho, y además tiene otros cuatro pares de tíos y tías que la visitan más a menudo y que están sin duda mucho más dispuestos que yo a rodar por los suelos jugando con ella. Eva me responde que eso da igual, que les caigo bien porque les hablo como si fuesen mayores, sin impostar la voz ni preguntar moñadas como hace todo el mundo, y que eso les encanta. Esto me provoca un ataque de parentesco que me lleva a agarrar a Ana de la cintura y a elevarla hasta que su cara queda frente a la mía. Entonces me mira y me pregunta que me ha pasado en el ojo, y le digo que me ha picado un insecto. No me cree.
Mientras voy en el tren de vuelta a casa comienzo a preguntarme si no habré logrado en la vida la hazaña de convertir todas y cada una de mis virtudes en inagotables fuentes de insatisfacción, pero entonces entran en mi vagón tres adolescentes con ropas ajustadísimas, y ya se me va el santo al cielo.
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