Cuando estoy de resaca a menudo me da por visitar las secciones de lencería de los centros comerciales más cercanos. No me miren así, a saber qué oscuridades tienen ustedes. A mí me da por contemplar camisones, al igual que me da por devorar hamburguesas de ínfima calidad y por ver la tele en posición de tumbado. No es ningún misterio, tan sólo los últimos coletazos del demonio, que hace brotar todo tipo de pecados capitales. Lencería, McDonald's y sofá, si se fijan, no son otra cosa que meros indicativos de lujuria, gula y pereza. Es fácil.
Así que hoy al salir de la tienda de lencería he decidido luchar. Hacer frente a la apatía. Y he llamado a estos para organizar un partidillo de pádel. Nos faltaba uno, por lo que JM se ha traído a su nueva novia argentina. Nada más verla entrar en la pista ya me he temido lo peor. Llevaba unas zapatillas con rotos remendados con cinta adhesiva gris y unos pantalones de chandal desteñidos, cortados groseramente a tijera por debajo de la rodilla. Una vez que la bola ha comenzado a moverse se han cumplido todos mis presagios.
Aquello ha sido una masacre.
Cada golpe era un misterio irresoluble, cada bola un reto imposible. Un desastre. Una humillación. Después nos ha confesado que en Buenos Aires solía entrenar a diario en un club de cierto prestigio. Haber empezado por ahí, que yo tan sólo quería combatir mi pereza, no mi soberbia.
Después nos hemos ido al bar de enfrente a tomar unas cervezas. Hemos hablado de política y del clima. Luego ella se ha ido. Hemos hablado de mujeres y drogas. Sebas nos ha contado que hace dos días un tío le tocó el culo en un bar, y que al revolverse el otro le llamó homófobo. Yo les he contado lo de la madre que fantaseaba con atar a la cama al novio de su hija. Creo que ya sólo me falta contárselo a la cajera del super.
Y lo demás ha sido más o menos igual de aburrido, así que se lo ahorro.
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