jueves, marzo 08, 2007

Veinte poemas de amor y una canción de Mocedades

Vamos al aeropuerto a recoger a un amigo italoamericano que llega de Boston. Pasamos el día atendiendo unos asuntos personales y a eso de las siete dice que está muy cansado, que cena algo con nosotros y se acuesta. Vamos a un bar de tapas. A la segunda botella de Rioja se desbordan tanto el sentimiento de camaradería como el surrealismo de las conversaciones.
- Este jamón es excelente.
- ¿Te gusta? ¿Pedimos una de lomo?
- No, lomo no, que soy vegetariano.
Cuando se acaba la botella nos dice que ya no tiene sueño, cosas del jet-lag. Nos acercamos a su hotel y mientras sube a cambiarse flirteo con la recepcionista, una morena de traviesa mirada y sonrisa esquinada. Tras una conversación que en cualquier observador imparcial provocaría una profundísima verguenza ajena me da su teléfono, que apunta en el dorso de la invitación para una discoteca. Luego la cosa se lía. Mucho, pero no sabría decir exactamente cómo. Llego a casa a las ocho y media de la mañana. Entonces recuerdo que a las diez tengo que acudir a un acto en un centro cultural. Pienso en hacer palanca entre brazo derecho y quicio de la puerta, para partírmelo y así tener una buena excusa para no ir. A pesar de lo borracho que estoy reconozco que es una idiotez y me meto en la ducha. Tarareo una canción de Mocedades que no se me va de la cabeza desde que la oí en algún bar unas horas antes. Dónde coño habré estado.
Mientras voy en el metro, con el estómago en la boca, siento deseos de morir. Me da igual que sea una muerte dolorosa, siempre que sea rápida. Y cuando al fin llego a mi parada me digo que necesito un café y entro en un bar. A mi lado hay dos mujeres que hablan:
- ... está buenísimo. Qué culazo. Está como para atarlo a la cama y hacerle de todo.
- Por favor, vale ya, que estás hablando de mi novio, mamá.
Cuando llego al centro cultural respondo a los saludos tratando de disimular mi estado, y al hablar lo hago con extrema concisión, tirando de construcciones sencillas, eludiendo divagar. Al finalizar el acto, unos conocidos me dicen que me vaya con ellos a comer. En ese momento preferiría que me extirpasen un huevo con un cuchillo jamonero, pero no me puedo negar, así que voy con ellos a un restaurante que no está mal. Tras la primera copa de vino comienza a subirme lo de la noche anterior. Tras la cuarta ya no quiero morirme, quiero otra cosa. Estoy animado y relato anécdotas que mis interlocutores reciben con algarabía. Eso es lo que me parece, aunque también estimo posible que esté experimentando una percepción de la realidad significativamente alterada. Vaciamos dos botellas de licores de hierbas. Luego pedimos una copa para alargar la sobremesa, después otra, y más tarde otra más. A eso de las cinco los demás dicen que se tienen que ir. Cuando al fin me quedo sólo, plantado en medio de una calle que en ese instante no reconozco, me siento increíblemente cansado, incapaz de llevar a cabo las labores motrices más elementales. Poner un pie delante del otro. Andar. Entonces me acuerdo de la recepcionista. Comienzo a buscar su teléfono. No lo encuentro. Me pongo nervioso. Un nerviosismo estúpido, incoherente, etílico. Busco en la cartera, vacío mis bolsillos, y en un acto casi reflejo comienzo a buscar por el suelo, a mi alrededor. Un señor de avanzada edad me ve y se acerca.
- Hijo, ¿has perdido algo?
- Todo. Lo he perdido todo.
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