Hoy iba paseando, tranquilo, pensando en lo mucho que odio los cedés en formato digipack, y al llegar a un paso de cebra un tipo con una evidente tara mental se me ha plantado delante. Lo de la tara mental no es suposición mía, es un hecho que ponía de manifiesto su mirada atravesada. Tendría unos cuarenta años (aunque a lo mejor eran menos, que eso de la locura ya saben que envejece una barbaridad), e iba acompañado de su presumible madre, quien le seguía unos pasos más atrás. Al verme acercarme al paso de cebra, el sujeto en cuestión ha puesto cara de fastidio y a continuación ha trazado una tangente, hasta taparme el paso. He sonreído, condescendiente, y he dado unos pasos a mi derecha. Y lo mismo ha hecho él, hasta de nuevo ponerse delante, tapándome toda visión, su espalda a apenas unos centímetros de mi pecho. Y si el nivel de estabilidad mental de uno se mide por lo primero que le viene a la cabeza cuando un tarado le toma como objetivo de sus delirios, entonces el mío, señores, está por los suelos. Porque he pensado en fintarle, amagando hacia un lado para salir hacia el otro. He pensando en propinarle un ligero empujón. Incluso he considerado el fingir una agresión que me proporcionase una falta a favor... O sea, que fatal.
Fatal, pero por lo demás bien. Bastante bien. La montaña de urgencias que se acumulaba sobre mi mesa de trabajo va decreciendo, lo que supone una satisfacción y un alivio. Y aunque el bloqueo persiste, qué les voy a contar, el caso es que voy despistando al reloj defendiendo frases hechas cual si fuesen axiomas, tirando de remiendos y referencias de segunda mano, y acudiendo a los maestros en busca de chispazos que desatasquen cada anomalía. Sin escrúpulo ni medida, pero sí con un punto de sosiego, el necesario para perfeccionar cada crimen. O sea, que eso, que todo bien, mejor.
miércoles, febrero 21, 2007
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