Un metro cuadrado es un espacio demasiado pequeño como para llenarlo de odio. En cambio sí que basta para abarrotarlo de amor, que es una sustancia menos densa y más adecuada para su derroche en dimensiones reducidas. Un metro cuadrado, eso es lo que separa mi puerta de la de mi vecina. El espacio que eligió como escenario de fechorías ese diablo que llevo siempre conmigo, aún no sé muy bien si dentro o alrededor.
Hará cosa de un mes, mes y algo, hice una fiesta en casa. Una buena fiesta. Mujeres, espiritosos, risas y buena música. Se nos hizo tarde. Sonó mi puerta. Abrí y allí estaba mi vecina, con esa cara siempre tan limpia, que le hace parecer tan joven. Podrías bajar la música, por favor, yo madrugo y así no hay quien duerma, dijo. Por supuesto, respondí. Aunque es posible que al llegar al salón ya lo hubiese olvidado.
Una semana después hice otra fiesta. Una muy buena fiesta. Bebimos vino rosado, jugamos al Twister y bailamos el Vogue de Madonna. Se nos hizo muy tarde. Sonó mi puerta. Mi vecina. De verdad, con este ruido no hay quien duerma, dijo. Lo siento, de veras, ahora mismo lo bajo, respondí. Y creo que esta vez sí que lo hice, pero tampoco podría asegurarlo. Ya digo que era tarde.
Tres noches después me encontraba compartiendo con Ruth una velada cuya banda sonora corría a cargo de Aretha Franklin. Ruth, considerablemente ebria, le hacía los coros, tirando de pulmón, y yo aplaudía encantado y gritaba vivas. Sonó la puerta. Esta vez no fui yo quien abrió, sino Ruth, que luego me dijo que quien había llamado era mi vecina, la cual había metido en una misma frase las palabras "harta" y "policía". No sé qué le contestó Ruth, tampoco se lo pregunté. Imagino la peor de las posibilidades.
El día siguiente al despertar comprendí dos cosas: que hay sustancias que no se deben mezclar, y que aquel metro cuadrado se me iba de las manos. Había que hacer algo. Así que bajé a la floristería y compré una rosa blanca, la cual dejé en la puerta de mi vecina junto a una nota con un escueto "Discúlpame. Tu vecino". Nada. Tres días después mi dependienta favorita me recomendó un pañuelo precioso, atornasolado en vino burdeos y negro mate, que empaquetado dejé en la puerta de mi vecina junto a, de nuevo, la misma nota. Nada. Una semana después compré unos bombones presumiblemente austriacos, de esos que por dentro llevan licores afrutados. Y allí que los deposité, en su puerta, con su correspondiente nota. Apenas una hora después sonó mi timbre. Allí estaba, al fin, mi vecina, presa de un cabreo considerable, con el rostro impregnado de un color rojo ira, que como saben se diferencia del rojo verguenza por sus notables pinceladas en berenjena. ¡No necesito que me compres nada, necesito que me dejes dormir!, bramó. Y entonces descubrí que ya me había perdonado. Porque llevaba el pañuelo. Sonreí. Ella no. Ella hizo un puchero y se volvió a su casa dando un portazo. Da igual. El amor triunfa de nuevo. Ahora en el ascensor hablaremos del clima, y me saludará a través de la ventana del Starbucks. Las cosas de nuevo lucen en tonos pastel y el aire vuelve a oler a florecillas silvestres. Que dure.
lunes, febrero 26, 2007
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