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Un niño me ha agarrado la mano.
He tratado de soltarme, sacudiendo la mano. Como cuando se te queda pegado un trozo de celofán en la punta de un dedo. Cada vez más nervioso. Pero el niño no se soltaba. Agarraba fuerte el condenado. Y me miraba muy serio. Y yo seguía sacudiendo la mano. La profesora que se encontraba en medio de la fila ha contemplado la escena y se ha acercado.
- No te va a morder.
- ¿Qué?
- El niño. No te va a morder.
- Ya. Bueno. Verás. No me gustan mucho los niños.
- Ya se vé. Pero sólo ha agarrado tu mano, no te está pidiendo que le adoptes.
La profesora quería resultar simpática. Yo acababa de soñar que el doctor House me abrazaba en la cama.
- Pero, ¿y si quiere que le coja en brazos?
- Tiene seis años, no quiere que le cojan en brazos.
- ¿Y si se mea?
- Por Dios. Sólo quiere que le ayudes a cruzar la calle.
- Ya.
- Sus padres le han enseñado a no cruzar si no es de la mano de un adulto. Está muy bien educado.
- A mí cuando era pequeño me decían que no le diese la mano a los desconocidos.
- Bueno, también. Depende.
- Porque quién sabe. Yo podría ser traficante de órganos. O un psicópata violador de menores. O sacerdote. O...
Entonces la profesora ha puesto cara de pánico, ha cogido al niño y se ha alejado. Pero no es cierto que a mí no me gusten los niños. Es sólo que no me gusta que me toquen. No me gusta tenerlos cerca. No me gusta que me hablen. Ni que me miren.
Porque cuando lo hacen a mi cabeza viene siempre lo mismo.