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Señores, estoy
de dulce. No estaba tan fino desde aquellos tiempos en los que con un alfil en la mano era capaz de caligrafiar
poesías de métricas sorprendentes y geometrías inauditas. Estoy
en vena, afilado como un bisturí del diez, preciso como una melodía de
Gershwin. Cuando en la mesa me levanto y tomo la palabra los demás callan y escuchan con devoción, porque saben que enarbolo la bandera del
ingenio. Cuando voy en coche los que van delante se echan a un lado y dejan paso, porque llevo encendida la sirena de la
inspiración. Y cuando recorro a pie las calles de la ciudad la multitud se arremolina a mi alrededor, los turistas me hacen fotos junto a las marquesinas de los ministerios, las jovencitas me invitan a sus fiestas de cumpleaños en el McDonald's y los operarios municipales dejan sus quehaceres para seguirme, cantando y bailando, embrujados por mi incontestable
magnetismo. Soy el puto flautista de Hamelín.
Soy la resurrección, y soy
la luz.
Hay dos tipos de
precipicio, aquellos hacia los que uno se abalanza embrujado por su ineludible poder de atracción, y aquellos en los que uno cae por accidente, porque se quedó dormido al volante. Este no corresponde a ninguno de los dos.