lunes, diciembre 11, 2006

Babel

No sé si alguna vez habreis recibido una puñalada. Vaya, espero que no. Por supuesto, no hablo de agresiones metafóricas sino de aquellas que se ven sustanciadas, las que implican cinco centímetros de acero rasgando músculos y vísceras. Pues bien, os diré que la sensación que se experimenta es inolvidable. Primero llega el pinchazo, menos intenso de lo que cabría esperar, apenas un chispazo de dolor. A continuación se percibe del entumecimiento de la zona afectada y sus alrededores, sucedido de una repentina e insensata sensación de calor que se funde de forma casi inmediata con un frío se diría que asimétrico, y después con un mareo, la señal inequívoca de que el propio cuerpo se dispone a abandonar todas sus innatas capacidades para concentrarse en hacer frente al peligro inmediato. Es un poco después cuando entrarán en juego la adrenalina y el miedo. Miedo al daño permanente, a la pérdida, al abandono, un miedo que lo cubre todo, hasta conseguir apartar todas esas otras sensaciones meramente físicas. Y eso, el miedo, es lo único que persistirá durante el proceso de recuperación, durante el "la operación fue bien aunque aún hemos de esperar para constatar su éxito" y el "parece que la herida cicatriza sin complicaciones" y el "a finales de semana si todo va bien le daremos el alta".

El miedo sabe bien cómo jugar con el tiempo, y se muestra tan capaz de alargarlo hasta el infinito como de convertirlo en apenas un suspiro. Pero al final llega un día en el que el miedo desaparece. Se esfuma, sin más. Y te encuentras en mitad de una noche, una noche cualquiera, y de repente despiertas, desorientado, desvelado, con un regusto a plomo en la boca, con una percepción inexplicablemente física de todos y cada uno de los músculos de tu cuerpo. Sobre todo de los afectados. Y es entonces cuando descubres, aterrado, que lo que de veras te sucede es que añoras, con una intensidad tal que incluso se asemeja a un incongruente dolor físico, aquellos efímeros instantes que precedieron al miedo. El entumecimiento, el calor, el frío, el mareo. Algo que experimentaste tan sólo una vez, apenas una vez, pero de lo que te has convertido en adicto. Adicto al padecimiento.

Al principio tratas de luchar contra ello y es posible que incluso seas capaz de fingir que nada sucede. Si eres lo suficientemente cuerdo serás capaz de sepultarlo durante el resto de tu vida, con absoluta solvencia. Seguro que sí. Pero también es posible que, casi por casualidad, como fue mi caso, por esa querencia al desastre que uno genera cuando se muestra en su estado más vulnerable, descubras que no eres el único que ha reaccionado así. Que hay más gente de la que imaginas en tu misma situación, gente que se organiza en sociedades situadas al margen de leyes y morales, empeñada en la búsqueda incansable de la reproducción controlada de la sensación añorada. Gente que pretende sentir de nuevo. Y fue ahí, exactamente ahí, en una de esas sociedades, donde conocí a Ingrid. Ingrid, una de esas personas que no son otra cosa que una invitación al error, un mayúsculo peligro, un pasaporte seguro hacia la debacle. Una de esas mujeres ante las cuales uno se desarma, hipnotizado, sumiso, entregado, la dignidad cercenada y la mente obnubilada por la poderosa e inexplicable atracción del abismo.

El fotograma pertenece a Babel. Y la banda sonora, no de la película sino del post, es el "German Song" de Come, una canción de verdad, de las que acompañan y conmueven y conducen y completan.

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