Diana ha vuelto y ahora limpia los cristales. Eso es lo primero que hace siempre que vuelve. Yo, mientras, me siento y la veo saltar de ventanal en ventanal tocada con un pañuelo amarillo que preciso le abraza la melena. Con la mano derecha sujeta un retal de una vieja camiseta blanca de los Feelies, que en su momento me gustaba mucho pero luego hice trapos, y de cuando en cuando lo mira, contempla cómo la suciedad lo va oscureciendo y entonces teatraliza un gesto de fastidio. Ese limpiar los cristales le funciona por lo que se ve como una buen manera de establecer el primer reproche (no se te puede dejar sólo, ¡mira cómo se pone todo!) pero también de quitarle hierro al asunto que nos tiene en esta tesitura, ella limpiando los cristales y yo musarañeando a su espalda.
Ahí arriba pensaba poner un video de una actuación en televisión de Damien Rice, de una canción que está bonita y que además tiene un título que podía venir bien como metáfora. Pero es que resulta que detesto a Damien Rice, quien me parece un tipo que aúna lo peor de la larga (demasiado) saga de cantautores irlandeses, aquellos cuyo miserabilismo compite en impostura con voz y pose. Todo mentira cochina. Y cada vez que le oigo maldigo el día en el que se escapó del puñetero camping en el que algún insensato tuvo la ocurrencia de decirle que hacía canciones bonitas. Pero, vaya, que esta canción ya digo que no me parece mal, lo que en cierta forma me reconforta, porque a mí en general me hace sentir bien el hecho de ser capaz de apreciar algo inesperado en alguien cuyo talento desprecio. Me gusta reconocerme errado, y me encanta que me pueda llegar a gustar una canción de, qué se yo, Britney Spears. Es un ejemplo.
Yo ahora escribo nervioso -disculpen pues la previsible ausencia de flow- y me cago en Damien Rice y presiono sin una lógica estructurada los botones del mando a distancia de un televisor apagado mientras acuden a mi mente pensamientos inconexos, como que nunca he conocido a una danesa fea o que añoro los diciembres de Santander. Y saboreo los instantes previos a que Diana finalice su ritual y se siente al fin a mi lado, a escucharme defender avergonzado que no, que yo no soy mal tío, tan sólo un chico más que cuando se aburre hace el idiota y que reacciona mal cuando alguien le intuye la pena que lleva parasitada en el alma. Y que debería aprender a en ciertas ocasiones no hacerme ni puto caso, especialmente cuando me desproposito y hablo sólo y cuesta tánto escucharme. Y que no pretendo hacerle daño, de verdad que no. Y que me alegro mucho de que mis cristales vuelvan a estar relucientes.
jueves, diciembre 14, 2006
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