Una de las muchas personas que soy sufre en ocasiones desórdenes de índole compulsiva. Así, este yo conflictuado enferma ante cotidianidades en las que el común apenas repararía. Los auriculares de color blanco, los nombres que empiezan por "r", las camisas de un sólo bolsillo. Infiernos hay mil.
Ayer, mientras ascendía subido en una eterna escalera mecánica de un centro comercial de extraradio, contemplé en la espalda de la joven que iba delante un cabello desprendido de su cuero, adherido a un jersey color crema. Un cabello perdido atrapado en una prenda, otra de las infinitas nimiedades que ese yo tarado no soporta. Durante unos metros traté de contenerme, de convencerme de no prestar atención, de no actuar. Pero ya se sabe que si al diablo es difícil ignorarle, más difícil es aún que él lo haga contigo, por lo que pronto me vi extendiendo la mano y cogiendo ese cabello, muy largo, de un caoba artificial. Su dueña sintió mi roce y se giró, ligeramente sobresaltada. Pensé en decirle que me disculpase, que no había pretendido importunarle, que no había podido evitarlo. Pero la estampa, con mi cara gritando culpable, el brazo en ángulo recto, índice y pulgar sosteniendo un cabello ajeno, me pareció de por sí lo suficientemente lamentable como para engordar su ridiculez con palabras. Ella se fijó en mi mano, comprendió, y levantó las cejas en gesto de "vaya", un gesto que devolví con una mueca que quiso significar "ya ves". Después sonrió, y se volvió.
Allí me quedé, en aquella escalera que no terminaba nunca, con aquel pelo entre mis dedos, sin saber muy bien qué hacer con él. Devolverlo al sitio del que lo había sacado quedaba fuera de la cuestión, a la vez que dejarlo caer, una vez delatado, me resultaba un detalle de mala educación. Así que finalmente decidí no hacer nada. Unos segundos después la joven se volvió de nuevo hacia mí y me vió inmóvil, en la misma posición en la que me había dejado, y entonces para mi sorpresa alargó su mano, llegó hasta mi frente, y con un movimiento certero arrancó un cabello de mi flequillo. Sonrió maquiavélica y mientras yo fruncía el ceño y dejaba escapar un "ay" ella dijo: "estamos en paz", para a continuación girarse de nuevo y con un ademán delicado dejar caer mi pelo recién hurtado. Lo cual, pensé, me liberaba de la obligación de seguir sujetando el suyo. Ya podía deshacerme de él. Ya podía tirarlo. Pero no lo hice. Lo llevo en un bolsillo.
Fotografía de Phyllis Cristopher.
domingo, noviembre 12, 2006
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