Esta mañana he salido de casa bajando las escaleras de dos en dos. Al llegar abajo he bromeado con el portero sobre las lluvias de la pasada semana y luego la chica de la tienda de ropa de la esquina me ha preguntado con una sonrisa cuándo me iba a decidir a invitarle a cenar. Después he tenido la sensación de que incluso el mobiliario urbano me sonreía. Las papeleras, las farolas, los bancos, las marquesinas. Hacía un sol radiante que caía como un manto de optimismo sobre los viandantes y un aire fresco que sentía penetrar con exquisita suavidad en mis pulmones. Me ha parecido que mi cabeza iba más alta de lo habitual y que mis pasos eran más ligeros, más largos. He pensado que hacía un día perfecto para ser feliz. Perfecto. Un día perfecto. Entonces he sabido sin el menor atisbo de duda que debía volver a casa. He vacilado entre si hacerlo corriendo o, mejor aún, despacio, simulando tranquilidad. Al pasar junto a la chica de la tienda y el portero les he dicho "vaya cabeza la mía, ¡siempre me olvido el móvil!" y he intentado que no adivinasen el pánico en mi rostro. Cuando al fin he llegado arriba he cerrado la puerta tras de mí y he comprobado que todas las ventanas estuviesen cerradas. Me he sentado en el suelo, junto a la cama. En silencio. A salvo. A mí en otra igual no me pillan.
La imagen, y mucho más, aquí.
martes, noviembre 14, 2006
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