Me encontraba en el andén leyendo un libro y silbando una canción. Hay gente que dice que no es posible leer y silbar al mismo tiempo, pero yo sí puedo. Ese libro no llegué a acabarlo nunca y siempre detesté esa canción. Lo que quiero decir es que quizás aquel día no me pareciese demasiado a mí mismo. Apenas comenzó el tren a detenerse en la estación descubrí que me había vuelto a quedar en esa zona en la que los trenes de fin de semana, que tienen menos vagones, no se detienen. Siempre me pasaba lo mismo. Eché a correr hacia el primer vagón y entonces reparé en la presencia de una joven ciega que también se había quedado varada en la zona roja. Me detuve y le dije que se agarrase a mi brazo, que el primer vagón aún nos quedaba un poco más allá, que le ayudaría a alcanzarlo. Ella levantó la cabeza, como si mi voz no le llegase de un lado sino de arriba. Después cogió mi brazo y comenzamos a caminar todo lo deprisa que a ella le era posible. Arrastraba su bastón y avanzaba con la cabeza muy agachada. Cuando apenas nos quedaban unos metros el tren silbó, cerró sus puertas y comenzó a alejarse. Blasfemé. Guapa, creo que nos toca esperar al siguiente tren, le dije a la ciega, y ella sonrió y dijo que no era la primera vez que le pasaba. A mí tampoco, añadí. Así que hablamos mientras esperábamos, seguimos hablando una vez subidos al siguiente tren, y hablamos más aún durante los tres meses que permanecimos juntos.
El primer día, el día que perdimos el tren, acabamos en mi cama. Esa noche no supe decidir si me encontraba allí porque ella me gustaba o porque me daba morbo, ya que nunca antes había estado con una invidente. La duda me hizo sentir despreciable. Ese sentimiento continuó creciendo en mí durante los siguientes meses y terminó por convertirse en una obsesión. Hasta que otro día, muy al final, con ella al lado, borracho, me besé con otra, con quien luego reí en silencio la fechoría. Entonces me sentí pequeño, insignificante. Yo nunca me había sentido así y supongo que por eso comencé a echarle a ella la culpa de todo. Era ella quien con su ceguera me empujaba hacia sentimientos que no me correspondían, o eso pensaba yo entonces. Llegué a odiarla tanto que el día que le dije que no quería seguir a su lado me concentré en hacerle todo el daño posible. El hecho de que llorase desconsoladamente y de que repitiese por qué me haces esto, por qué me haces esto, no logró, sin embargo, que me sintiese mejor.
Por supuesto no volví a verla. A decir verdad tampoco me acuerdo demasiado de ella, ni siquiera cuando me cruzo con gente en su situación. Pero hoy me he dado cuenta de que desde entonces lo primero que hago al llegar a un andén es situarme dentro de la zona verde, esa en la que los trenes de fin de semana siempre se detienen.
Fotografía de Luis Coquenão.
martes, septiembre 12, 2006
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