Ella trabajaba entonces en una pequeña gestoría. Allí archivaba informes y realizaba pequeños encargos rutinarios. Decía que ese trabajo no era para ella, sino para aquellas mujeres que se limitan a esperar a que sus hombres les den hijos y les animen a retirarse, y cuyas ilusiones de progreso se reducen a aquellas que atesoren sus maridos. Por ello estudiaba el temario de unas oposiciones que, confiaba, le permitirían entrar a trabajar en una biblioteca. Métodos de catalogación, sistemas de conservación de los diferentes tipos de papel y cosas así. Le encantaba leer.
Por las tardes nos sentábamos en el sofá y mientras yo veía la televisión ella se inclinaba sobre sus libros fotocopiados. Su pelo era rubio e increíblemente fino. A menudo se hacía unas trenzas que sabía que me volvían loco. Entonces yo olvidaba el televisor y contemplaba fascinado los diferentes tonos que adoptaba su finísimo cabello, más oscuro en los nudos, más claro en los extremos. Ella mantenía la mirada en sus papeles y sonreía. A veces amenazaba con cortárselo. Yo sabía que lo decía en broma, pero aún así le contestaba que eso era lo peor que me podía pasar en esta vida. A continuación ella me besaba y me decía que me quería.
El día que llegué a casa oliendo a perfume barato, con la camisa y las palmas de las manos ensangrentadas, ella apenas hizo un par de preguntas. Después dijo que aquello lo resolveríamos juntos. Tomó las riendas de la situación y se encargó prácticamente de todo. Yo no podía creer la suerte que tenía de que estuviese a mi lado. Incluso se me saltaban las lágrimas. A partir de ese día no volvió a hacerse las trenzas.
Fotografía de Michaël David André.
lunes, septiembre 11, 2006
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