De verdad que ayer empuñé el teclado dispuesto a hacer un panegírico de la figura de la madrastra de Diana, quien el Sábado vino a visitarnos, y además una glosa del hermano terremoto de la ex amante pija esa que me crucé. Pero, ya ven, acabé hablando de la cintura de la una y la hija de la otra. Carezco de método. Ya me lo decia aquel profesor de matemáticas: "no, si listo eres, eso está claro, pero o te centras ya o serás un fracasado toda tu vida". Vaya por delante que sigo pensando que decirle algo así a un chaval de doce años, que eran los que tenía yo entonces, debería acarrear pena de cárcel, pero, en fin, que la verdad es que me ha venido bien, aunque sólo sea para echarme unas risas con los colegas de cuando en cuando.
La madrastra de Diana. Un cielo. 46 años de clase, elegancia y educación. Y aún sabiendome la historia, sabiendo que no es su madre biológica sino que se hizo cargo de ella tras unos truculentos sucesos, cuando Diana contaba ya cinco años, aún así sigo sin poder creer que sus códigos genéticos no estén relacionados. Se peinan de forma similar un cabello parecido, comparten infinidad de gestos mucho más allá de las palabras, reaccionan igual ante los mismos avatares... Y tienen la misma sonrisa, contenida, seductora. A la mañana siguiente, cuando fuimos hasta su coche a despedirnos, ví como en un momento dado utilizaba para arreglar su cabello la sombra que de su cabeza proyectaba en el suelo el sol situado tras ella, un gesto que más de una vez le he visto hacer a Diana, un gesto que me parece delicioso. Lo dicho: sorprendente, tanto que consigue que uno deje definitivamente de preguntarse cuánto hay en nuestro desarrollo que es deudor del hábito y no de la genética, del aprendizaje y no de la biología. Hasta qué punto somos dueños de cada mínimo aspecto de nuestro devenir, dueños de todo.
Y el hermano de la pija. Lo más reseñable de aquella muchacha, al margen de ciertos detalles que de ninguna de las maneras pienso compartir, era su hermano, el típico dolor de muelas hecho niño, el clásico terremoto infantil. Recuerdo su nombre: Marquitos. Pues bien, resulta que cuando tenía unos once o doce años el Marquitos gustaba de asomarse a la terraza y saludar el paso de los viandantes con una generosa meada. Cuando al fin una vecina subió a afearle la conducta ante su madre, y al salir ésta a la terraza para darle su merecido, al niño no se le ocurrió otra cosa para huir del castigo que saltar al vacío. Desde un tercero. Por fortuna para él y desgracia para el género animal fue a caer sobre un desafortunado perro, lo que palió el impacto y salvó su vida, dejando el incidente en un puñado de fracturas sin especial gravedad. Un figura el Marquitos. Más tarde alguien me contó con mucha guasa que se había hecho paracaidista, cosa que por supuesto no creí. En cambio, mira, se me ocurre que bien pudiera ser ahora mismo profesor de matemáticas.
lunes, septiembre 25, 2006
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