Y comenzó poco a poco a sentirse la mujer más desgraciada del mundo. Su amor, que en un momento dado había llegado a ser incondicional, se había evaporado definitivamente, y todo lo que quedaba ahora era la triste realidad circunscrita a un marido mentiroso y unos hijos odiosos que, asumida su falta de liderazgo, la tomaban por el pito del sereno. Muy pronto su tristeza llegó a alcanzar tal intensidad que adquirió la particularidad de ser capaz de contagiarse a su entorno. Así, esta mujer iba al cine a ver "Cuatro Bodas y Un Funeral" y la película finalizaba con no uno sino dos funerales, y una boda de menos. Y al volver a casa desde el cine de las fachadas se desprendían cascotes, y las flores se mustiaban a su paso, y la gente que con ella se cruzaba siempre acababa introduciendo el pie en el único charco de la acera. Pronto los que la rodeaban constataron su mal fario, no les resultó difícil, tan evidente como resultaba, y, de forma lógica, comenzaron a evitar su presencia. Así, cuando entraba en el cine los demás lo abandonaban, y cuando caminaba por un lado de la calle los demás se cambiaban corriendo al contrario.
Un día se encontraba transitando la calle que transcurría entre su vivienda y el ultramarinos cuando, no sin antes contemplar con sumo pesar cómo un rosal se secaba y una señal de stop crujía hasta quebrarse, chocó con un hombre alto y vigoroso. Estaba tan acostumbrada a que todos la evitasen que le sorprendió toparse con alguien. "¿No ha visto usted ese rosal que se mustiaba a mi paso? ¿No ha visto ese charco que le espera unos pasos más allá?" le preguntó, sorprendida. "Pues no, señorita, no he visto eso ni ninguna otra cosa desde hace veinte años, exactamente desde el día en que ciego me quedé", respondió aquel caballero, y añadió "pero si la naturaleza de su alma es siquiera la mitad de fascinante que el timbre de su voz, locos han de estar sin duda todos aquellos que evitan su presencia". Se sintió tremendamente halagada, y a causa de ello, fruto de la desesperación que nubla al que ya nada espera, intentó huir. Pero entonces aquel hombre le agarró suavemente el brazo y dijo: "mal haríamos, señorita, en no volver a vernos, ¿no le parece?". Ella, atravesada por un repentino rayo de esperanza, asintió.
A lo largo de los siguientes días quedaron para pasear por la arboleda, y luego para tomar un café, y más tarde para pedirle al trobador del pueblo que interpretase con su guitarra sus canciones favoritas. Así, llegó un día en que se animaron a ir juntos al cine, ella le narraría al oído el argumento, la película de nuevo era "Cuatro Bodas y Un Funeral", y no se imaginan cuánto le sorprendió el tener que decirle que ya no eran cuatro bodas sino cinco las que allí se sucedían, y ni rastro de funeral alguno. Después se sentaron en la plaza del pueblo, y entonces los castaños adquirieron de forma repentina un aspecto envidiable, y al comprobar que era esta vez su felicidad lo que resultaba contagioso todos los vecinos del pueblo quisieron permanecer cerca de aquella pareja tocada por una felicidad infinita. Durante unos instantes todo fue, al fin, perfecto.
Y así se sucedió este ritual de lo magnífico hasta que llegó un momento en que él comenzó a notar en su campo de visión unas sombras, y poco después unas luces que iban de acá para allá, y al fin toda una gama de colores olvidados. Se quitó entonces sus negras gafas de ciego y, extasiado, sonriente, miró a su alrededor. Contempló los bancos de la plaza, las flores de los parterres y los adornos de las farolas. Y así continuó recorriendo con su recobrada vista el paisaje hasta que su mirada por fin se detuvo en ella. Entonces a duras penas pudo disimular un gesto de evidente fastidio, no pudo evitar el bajar su resucitada mirada, y finalmente dijo: "ah... vaya... hola".
Fotografía de Lilena, vía Exigeant.
miércoles, septiembre 06, 2006
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Que triste..
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