Cuando finalmente le dieron el alta se trasladó a casa de su madre para continuar la recuperación, como ella le había sugerido, casi ordenado, y una vez allí comenzó a reencontrarse con viejas rutinas. Por las tardes, aunque aún le costaba andar y a esas horas ya se notaba un tanto cansada, le gustaba dar un paseo por el camino que iba de su casa al acantilado. Caminaba despacio, contando los pasos como hacía cuando era niña (con la edad había ganado casi cincuenta pasos), y cuando llegaba al acantilado se detenía y dejándose rodear por la brisa recordaba las importantes cosas de su vida que en aquel mirador habían sucedido.
Este ritual lo llevó a cabo durante cinco días. El quinto igualmente caminó despacio, e igualmente se entretuvo en contar cada uno de sus pasos, pero esta vez al llegar a su destino no se detuvo sino que se encaramó a lo alto de la barandilla y tras concentrarse en tomar todo el impulso que le era posible saltó al vacío. A lo lejos, mar adentro, comenzaban a adivinarse los primeros brochazos de una tormenta que pronto teñiría el agua de un magnífico color gris plateado.
Fotografía de Marc Blackie, vía The Chooser.
lunes, septiembre 04, 2006
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