Eso de que la especie humana se encuentra en constante evolución es una gaita, una mentira como un templo de grande.
Reconozcamoslo, en las actuales coordenadas espacio temporales el espejo ideal en el que mirarse es Paris Hilton, y el último ser al que cualquiera quisiera asemejarse bien pudiera ser el penúltimo Premio Nobel de Física, que, para qué engañarnos, todo cristo piensa que debe ser un mameluco y un coñazo, un tipo feo, aburrido y que los sábados se mete en la cama a las diez. El primitivo ansia de acumular conocimientos y el inconformismo característico de cualquier grupo animal con una estructura social tan profundamente estratificada ha dejado paso a un aletargamiento cerebral degenerativo y a una indolencia extrema. La estupidez se ha rebelado como la forma ideal de lidiar con el entorno, y cualquier actividad mental de una complicación siquiera básica es reconocida por el sistema como una amenaza. En una estructura tan claramente determinista el viejo ideal de pretender cambiar el mundo no pasa de ser una aspiración post-hippie, inocente como un girasol, por lo que tan sólo nos queda aceptar que, definitivamente, la inteligencia ha quedado reducida de forma irreversible a simple patología, el pasaporte ideal hacia el aislamiento social, la disforia y la distimia. Situados tales condicionantes como constantes de esa macabra ecuación que responde al nombre de presente, tan sólo nos queda reducir las variables al mínimo, descontextualizar y dedicarnos a lo largo de nuestra travesía a hacer lo fácil: agarrarnos al cinismo como metodología, al sarcasmo como escapatoria y a la ironía como único asidero válido para ser capaz de interactuar con el prójimo. Y si cualquier deleznable sujeto amenaza con delatarnos, entonces lo mejor es disociarse y hacer un esfuerzo por imitar anhelos ajenos hasta conseguir de nuevo difuminarnos en el hábitat. Y beber mucha agua, sobre todo en verano.
Fotografía de Bex Hirdman.
jueves, agosto 03, 2006
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