Lo que sucedió a continuación es, ya os digo que no os lo vais a creer, algo extraordinario, ya que de repente, y fruto de alguna pirueta cosmoemocional, me encontré extrapolado a una adolescente de unos catorce años situada al otro lado del semáforo, una chavala que contemplaba el escaparate de una tienda de ropa junto a una amiga. De repente pasé a habitar su cuerpo, y aunque mi mente seguía siendo mi mente lo era tan sólo de una forma vaga y menguante. Sí, de alguna manera yo aún seguía siendo yo, pero era a la vez aquella chica, y no pude, aunque lo intenté, reprimir el que de mi boca saliesen expresiones tan ajenas como "chachi que sí" o "no me jorobes, tía". Durante unos instantes yo fui ella, y disfruté sumergido en ansiedades y goces nuevos, nadando en un mar de obsesiones y anhelos inmaduros, asistiendo al nacimiento de ilusiones e inseguridades desconocidas.
Tan magnífica experiencia, aquel colapso astral único, no duró sin embargo gran cosa, apenas unos instantes, y sospecho que ello atiende a dos razones fundamentales: en primer lugar, a que comencé a echarme de menos, prisionero de un cierto temor a no volver a ser ya nunca yo mismo. Y en segundo lugar, a que pensé que si yo estaba allí era muy posible que ella estuviese aquí, y, claro, me agarró una intensísima sensación de pudor. Chachi que sí.
Fotografía de Chad Michael Ward, vía Erotismo Gráfico.