Hace unos días me encontraba en casa dejando correr el tiempo, dedicado a quién sabe que actividad insustancial, cuando oí el timbre de mi puerta. Abrí, y ante mí apareció la finlandesa sujetando con dos dedos un CD. Tras intentar decirme algo en un español inexistente, y al animarla a que probase con otro idioma, me dijo en inglés algo así como "tengo esta película, no tengo reproductor de DVD, ¿la podemos ver en tu casa?". Yo, poseedor de un instinto que tiende a rozar toda suerte de sociopatías, me sorprendí, y cómo, al oír abandonar mi garganta un "vale". Así que le hice entrar, abrí una botella de vino, saqué dos vasos, y en no más de tres minutos y sin apenas mediar palabra ya estábamos viendo aquella película, una exquisitez llamada "May".
El visionado se desarrolló con su cabeza apoyada en un cojín que colocó a su vez, sin pedir permiso, sobre mi hombro derecho. De hecho, mientras duró la película no llegamos a cruzar más de cuatro palabras. Hubiera llegado a pensar que estaba sólo, y que aquella presencia era tan sólo imaginaria, si no fuese porque cada cierto tiempo ella se sobresaltaba en un intenso escalofrío, y entonces apoyaba la cabeza con más fuerza contra el cojín, contra mi hombro, se contraía presa de un frío repentino, y suspiraba. Al acabar la película me miró a los ojos de forma muy directa, sonrió abiertamente, se levantó, y esperó sin hacer el menor gesto a que sacase el DVD del reproductor. Entonces lo cogió con dos dedos, de la misma forma que lo había traído, dijo algo que no llegué a entender, volvió a sonreir, y se fue.
Aquella noche tardé una eternidad en conciliar el sueño, desvelado por un sentimiento confuso, de ansiedad, de intranquilidad, un sentimiento que tan sólo fui capaz de descifrar en el mismo momento en que desapareció, en ese momento en el que supe con certeza que aquella noche, y por vez primera desde su llegada, mi vecina no lloraría.
Ilustración de Jonathan Viner.