miércoles, abril 12, 2006

Antiestamínicos

El lugar en el que vivo es una de esas construcciones levantadas hace años por gente con dinero y contactos en lo alto de un edificio, tan ajenas a su espíritu esencial como al tiralineado de sus estancias. De hecho, y estando situado a una altura importante, el ascensor acaba un par de pisos antes. Desde allí se hace necesario superar una considerable cantidad de escalones hasta llegar a dos puertas enfrentadas, una la mía, y la otra la de un nimio apartamento que no llega a permanecer vacío mucho tiempo merced al glamour de su espectacular vista, pero que se aposenta sobre un area tan escasa, apenas treinta metros, que tampoco invita a estancias prolongadas. Así, en los últimos años he tenido como vecinos a un modesto entrenador de baloncesto norteamericano, un cantante de ópera, un broker homosexual o una estudiante sueca. Esta última dio paso hace apenas un mes a una muchacha finlandesa que en absoluto lo parece, dada su complexión menuda y su cabello morenísimo. Y si recordaré al entrenador por su altura, al broker por su promiscuidad, o a la sueca por su trasero, a la finlandesa la recordaré sin duda por un detalle mucho más turbador: su llanto. Sí, un llanto desconsolado, reflejo de quién sabe qué pena desesperada, un llanto que logra despertarme cada madrugada con el corazón encogido y preguntándome qué podría hacer para tratar de aliviar ese dolor. Por supuesto, no he hecho nada, ya que si no vamos a ser merecedores del mayor respeto a nuestra intimidad en lo más profundo de nuestra pena, ¿dónde ibamos a serlo?

Hace unos días me encontraba en casa dejando correr el tiempo, dedicado a quién sabe que actividad insustancial, cuando oí el timbre de mi puerta. Abrí, y ante mí apareció la finlandesa sujetando con dos dedos un CD. Tras intentar decirme algo en un español inexistente, y al animarla a que probase con otro idioma, me dijo en inglés algo así como "tengo esta película, no tengo reproductor de DVD, ¿la podemos ver en tu casa?". Yo, poseedor de un instinto que tiende a rozar toda suerte de sociopatías, me sorprendí, y cómo, al oír abandonar mi garganta un "vale". Así que le hice entrar, abrí una botella de vino, saqué dos vasos, y en no más de tres minutos y sin apenas mediar palabra ya estábamos viendo aquella película, una exquisitez llamada "May".

El visionado se desarrolló con su cabeza apoyada en un cojín que colocó a su vez, sin pedir permiso, sobre mi hombro derecho. De hecho, mientras duró la película no llegamos a cruzar más de cuatro palabras. Hubiera llegado a pensar que estaba sólo, y que aquella presencia era tan sólo imaginaria, si no fuese porque cada cierto tiempo ella se sobresaltaba en un intenso escalofrío, y entonces apoyaba la cabeza con más fuerza contra el cojín, contra mi hombro, se contraía presa de un frío repentino, y suspiraba. Al acabar la película me miró a los ojos de forma muy directa, sonrió abiertamente, se levantó, y esperó sin hacer el menor gesto a que sacase el DVD del reproductor. Entonces lo cogió con dos dedos, de la misma forma que lo había traído, dijo algo que no llegué a entender, volvió a sonreir, y se fue.

Aquella noche tardé una eternidad en conciliar el sueño, desvelado por un sentimiento confuso, de ansiedad, de intranquilidad, un sentimiento que tan sólo fui capaz de descifrar en el mismo momento en que desapareció, en ese momento en el que supe con certeza que aquella noche, y por vez primera desde su llegada, mi vecina no lloraría.


Ilustración de Jonathan Viner.
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