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Cuando caminaba por las calles, andaba ensimismado buscando trozos de ladrillo, los cuales guardaba en una bolsa y una vez en casa limaba y pintaba de los más variados colores. Su colección abarcaba ya toda una estantería, dispuestos sin orden aparente, y por las tardes le gustaba ir cogiéndolos uno a uno tratando de recordar dónde los había encontrado. Cuando no podía dedicarse a ello lo echaba de menos, y esto ocurría muy a menudo, ya que era viajante, un viajante que vendía maquinaria agrícola, y que con una maleta repleta de folletos arrugados y catálogos obsoletos recorría las ciudades más recónditas del mapa. En los hoteles, al caer la tarde, él se quedaba sentado, lo más cerca posible del teléfono y la puerta, la televisión siempre apagada, la chaqueta puesta, y esperaba una llamada, una llamada que sabía imposible, pero que no obstante seguía esperando porque ya no se le ocurría qué otra cosa podía hacer.