A ella le gustaba mirar hacia el interior de las ventanas iluminadas. Cuando paseábamos al atardecer llevaba siempre un ojo puesto en las alturas, y cada luz llamaba su atención. La mayoría de aquellas viviendas eran liquidadas, tras apenas un vistazo, con una mueca de desprecio, pero cuando encontraba una de su agrado, la iluminación adecuada, una decoración afortunada, me apretaba con fuerza el brazo y decía "¡mira! ¡mira!", y su cara se iluminaba. Yo no acababa de entender qué era aquello que le llamaba tanto la atención, pero su entusiasmo resultaba tan contagioso que empecé a participar del juego, y pronto aprendí a reconocer las casas que más despertaban su interés, y si las divisaba antes que ella le decía "mira, ahí" y ella decía "¡sí! ¡sí!". Creo que en el fondo lo que le gustaba era situarse por un instante en su propio futuro, e imaginarse como habitante de esos hogares perfectos, marco, no podía ser de otra manera, de vidas a su vez perfectas.
Sus favoritos eran los áticos con grandes ventanales. Yo ahora vivo en un ático, y en ciertas ocasiones, en el marco de una resaca melancólica o en un atardecer de entretiempo o en un diciembre nefasto como todos los diciembres, me asomo al ventanal y me pregunto qué vería ella si estuviese ahí abajo. Seguramente le llamaría la atención la luz rotunda de alguna fiesta absurda o la luz tenue del día a día o los fogonazos a oscuras de un televisor encendido. Y vería las estanterías llenas de libros y discos, y las fotos enmarcadas, y la total ausencia de flora decorativa. Y todo le resultaría muy sugerente, seguro, y probablemente se situaría en ese futuro que jamás fue, y desde allí malinterpretaría una vida que de perfecta no tiene ni las ganas de serlo.
Últimamente no sé muy bien qué es lo que hago ni por qué, ni falta que hace.
martes, noviembre 24, 2009
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