martes, julio 01, 2008

Tan muertos como yo

Estos días recuerdo a menudo aquella muerte romántica, aquella muerte de tres meses, aquella media muerte. Pensarse la propia muerte no parece muy sano, pero, en fin, digo yo que peor será pensar la ajena. Y no es tema baladí, que si el contexto es de paz yo, claro, abogo por llevarnos bien, todos amigos, pero si las cosas se tuercen y se tiene que morir alguien, por supuesto, que se mueran los feos. A la gente en general le gusta poco pensarse la muerte, la propia y la ajena, por superchería, o sea, por miedo. No entienden que la muerte se lleva encima desde que se nace, que es algo que está ahí siempre y que se va madurando hasta que se merece. Y, si me preguntan, mi opinión es que el listón está demasiado alto, así por encima me sobran la mayoría de los que son. Tienen suerte de que yo mande poco. Cosas que para mí son obviedades, como que un hombre no debe llevar puestas las gafas de sol si no camina en manada o que a una mujer jamás se le debe permitir dormir en un sofá, cosas básicas, para el resto resultan nimiedades, y si me oyen decirlas me transijen y me condescienden, inocentes, y no se dan cuenta de que si yo mandase un poco aquí no iban a quedar ni la mitad. Me iba a quedar sólo. A ver, los intensos, en el amor, en la pena, en el delirio y hasta en el crimen, que sigan circulando; el resto, háganme el favor de proceder a morirse. Yo por mi parte seguiré recordando aquella muerte romántica, aquella muerte de tres meses, aquella media muerte, para de nuevo llegar a la conclusión de que si la sobreviví fue tan sólo para permitirme recorrer el camino que me haya de llevar a la próxima, una muerte de bañera o de maceta o de tanda de penalties, una muerte prosaica y cotidiana, una muerte de tantas, la muerte que merezco.
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