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- Pero, gilipollas, ¿qué haces?
- Disculpa, es que soy tan feliz...
Y no eran sólo los cinco o seis kilos que ha cogido y que tan estupendamente le sientan, era sobre todo que a mí de siempre me ha encantado pasear con embarazadas. Todo a su alrededor parece mejor y mucho más sencillo. Todo a su alrededor queda en vilo. Adoro su optimismo hipertrofiado, el plazo por narices, la meta a meses vista, la alegría hormonada. Me encantan las preñadas, ya lo creo. Ayer lo pasé genial con Martina, tomando un batido, contando chistes racistas, paseando, y hubo un momento en el que llegué a sentirme tan feliz que incluso le propuse fugarnos juntos. La escena se me apareció como un fogonazo, con absoluta claridad. Tendríamos seis hijos a los que pondríamos nombres bíblicos, seis al margen del que viene ahora, al cual me comprometería a querer casi tanto como a los otros. Llevaríamos una vida nómada y seríamos habituales de mercadillos de productos de huerta y muebles vintage. Surcando Las Alpujarras, libres como el viento. En mi visión yo conduzco la furgoneta y ella reposa su cabeza en mi hombro, pero yo no sé conducir, así que habría que hacerlo al revés. Da igual. El caso es que a Martina todo esto no le ha parecido muy buena idea.
- Es que mi chico está muy ilusionado con lo del niño, ¿cómo le voy a hacer yo eso?
Entonces le he propuesto optar por un enfoque más radical, y que parezca un accidente. Pero tampoco le ha parecido bien, por no sé qué del amor. Cabezonas, las embarazadas, eso también.